El 1 de junio, Nayib Bukele se convirtió en el primer mandatario inconstitucional de El Salvador después de la firma de los Acuerdos de Paz. Y recurrió a un escenario ostentoso para legitimar su segunda investidura: un palacio, banderas, simbología castrense y una voz en off que repetía sin cesar que se convertía en el “presidente constitucional de la República”. En su discurso, Bukele confirmó su desapego por el Estado de derecho y su falta de compromiso con los principios fundamentales de la democracia.
Reconoció que domesticó a las instituciones que ejercían un contrapeso y que, según él, impedían alcanzar los deseos de la gente: “El 1 de mayo de 2021 quitamos al fiscal general anterior y quitamos a los magistrados de la Sala Constitucional anteriores y en menos de un año, el 1 de mayo de 2022, ya éramos el país más seguro de toda la región”. Bajo el argumento de que “el gran pueblo salvadoreño” confió en él y lo prefirió “en tres elecciones distintas,” justificó los mecanismos utilizados para perpetuarse en el poder.
El acto de toma de posesión fue diseñado con el objetivo de acentuar la relación directa con sus simpatizantes y ensalzar su figura como el principal artífice de los cambios realizados. Ni sus diputados, ni sus funcionarios, ni su partido tuvieron presencia discursiva; todo se redujo a una apología a su persona como sanador de la enfermedad de la inseguridad, como el único capaz de resolver los problemas del país. En esa línea, estableció los ingredientes para mejorar la economía: “Uno, la guía de Dios; dos, el trabajo incansable del Gobierno; y tres, que el pueblo vuelva a defender a capa y espada cada una de las decisiones que se tomen”.
Su reelección inconstitucional fue presentada como la voluntad de Dios, quien lo ha guiado durante su mandato. El discurso religioso se manifestó en las alusiones a la Biblia y en su autoproclamación como líder mesiánico destinado a cumplir una gran misión que solo merece apoyo y aplauso. Por otra parte, se aseguró de hacer patente el poder del ejército: bajo la lógica de un desfile militar de independencia, desplegó simbología castrense a través de marchas sincronizadas, uniformes ostentosos y exhibición de armamento. De ese modo, reforzó el vínculo entre lo militar y lo civil, enfatizando su rol de comandante de las Fuerzas Armadas Salvadoreñas.
Al referirse a los resultados de su gestión en materia de seguridad, Bukele calificó como “burocracia” el apego a las reglas y procedimientos que las autoridades deben seguir para respetar los derechos de la ciudadanía en un proceso legal. Y redujo a los ciudadanos a súbditos, cuyo rol es obedecerle y apoyarle sin cuestionamientos. Por ello, al final de su discurso, pidió a los asistentes hacer un juramento de fidelidad absoluta, que incluyó la exigencia de “nunca escuchar a los enemigos del pueblo”.
En definitiva, el acto de investidura marcó el inicio de “un cambio de paradigma”; uno en el que la democracia es un estorbo; el culto a una persona, la religión oficial; y la ignorancia de la ciudadanía sobre el uso de los recursos públicos y sobre las apuestas concretas del Gobierno en materia económica y de seguridad social, una constante necesaria. Un paradigma en el que el país y la historia nacional empiezan y acabarán con Nayib Bukele.