“Ningunear” significa “no hacer caso de alguien, no tomarlo en consideración”, pero también “menospreciar”. Este verbo expresa, como pocos, lo que han vivido los pobres de El Salvador desde los años de la conquista. Con la independencia, hace casi doscientos años, las cosas no cambiaron; los grupos criollos en el poder mantuvieron y acentuaron esa actitud perversa. Tampoco con el fin de la guerra, ya en nuestros tiempos, hubo cambio. Más bien, los Acuerdos de Paz representan una oportunidad perdida para hacer transformaciones sustanciales en materia de justicia social y lucha contra la pobreza. Más allá del discurso, los cuatro Gobiernos de Arena no tuvieron en cuenta a los pobres, no hicieron nada para que salieran de su situación, no les ofrecieron oportunidades de una vida digna. Aplicaron a pies juntillas las recetas neoliberales, lo cual supuso la profundización de la desigualdad: los ricos se hicieron más ricos y la pobreza se acentuó en los que ya poco o nada tenían.
A los pobres en El Salvador no se les tiene en consideración, se les desprecia. Y ello a través de diversidad de actos claros y concretos, tanto de palabra como de hecho. Por ejemplo, a través de la constante crítica a los programas sociales y subsidios que los benefician; una crítica acre e innoble que suele provenir de sectores pudientes a los que todo les sobra. En esa línea se inscribe el llamado de muchos supuestos analistas a eliminar el programa de entrega de uniformes y de útiles escolares, bajo el argumento de que no ha mejorado en nada la calidad de la educación. Estos programas no serían necesarios si los salarios mínimos de los trabajadores permitieran cubrir la canasta básica ampliada, y si la mayoría de la población que trabaja por cuenta propia, ya sea en la agricultura o en el comercio informal, tuviera un ingreso neto suficiente para salir de la pobreza. De suyo, los programas sociales deben ser temporales, pero mientras persistan las condiciones de pobreza y exclusión en el país, hay que mantenerlos.
La ANEP ningunea a los pobres cuando pone todas las trabas y excusas posibles para no subir los salarios mínimos, que no les permiten a los trabajadores ir más allá de la sobrevivencia. Un salario mínimo justo tendría al menos que cubrir todas las necesidades básicas de una familia, incluyendo el ocio y el ahorro. Igualmente indigna que se esté especulando con la tierra y la vivienda de modo que comprar una casa se haya convertido en un lujo que solo se pueden permitir familias con ingresos anuales superiores a 15 veces la renta per cápita nacional. Hoy por hoy, una familia de escasos recursos jamás podrá adquirir una vivienda digna y segura; se le condena a vivir en los márgenes de los ríos, en asentamientos ilegales y precarios.
Otra acción con la que se menosprecia a los pobres es la negativa de una buena parte de la Asamblea Legislativa a dar los votos para la reforma constitucional que hará del agua y la soberanía alimentaria derechos fundamentales de todos los salvadoreños. Y cómo no incluir en este rosario de afrentas la no aprobación de préstamos como el que ofreció España para mejorar los caminos rurales; es decir, un préstamo orientado a beneficiar a las zonas más deprimidas y excluidas de nuestro país. Lo mismo sucedió con el del Banco Interamericano de Desarrollo para la construcción de un segundo hospital general, que hubiera duplicado la capacidad de atención a la población más pobre, que es la única que acude a los hospitales públicos. Igualmente se desprecia a los pobres cuando se les brinda una atención de tercera categoría en las instituciones públicas o privadas, cuando no se les provee de los medicamentos necesarios para su curación, cuando la PNC trata inhumanamente a los jóvenes de los barrios marginales y de las zonas rurales.
En estos días en que se discute el Presupuesto General de la Nación, es momento oportuno para reflexionar sobre este asunto. El Presupuesto debe orientarse a responder a las necesidades de los salvadoreños, y de manera especial las de los más pobres. Es esta una cuestión de ética y de justicia social. Además, en un país en el que la gente se declara mayoritariamente cristiana, es también una obligación moral. En el Presupuesto, pues, deben priorizarse aquellos rubros que protejan los derechos económicos y sociales de los más necesitados; debe ponerlos en el centro, de modo que el Estado cumpla con su deber de asegurarles educación, salud y vivienda de calidad, así como la seguridad necesaria para vivir en paz.