Pasión de Cristo, pasión del pueblo

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Editorial UCA
30/03/2015

Iniciamos la Semana Santa en una situación difícil para una buena parte de la población salvadoreña. Realidad de la que algunos buscarán consuelo en las celebraciones religiosas o tratarán de olvidar descansando en las playas. Otros seguirán como les toca hacer a diario, sin conocer vacaciones ni descansos, luchando por la propia sobrevivencia. Para los que la Semana Santa tiene un sentido religioso y cristiano, no es posible celebrarla sin dejar de ver que muchos de nuestros hermanos comparten a diario con Cristo el dolor y el sufrimiento de la pasión y la cruz. Si la pobreza ha sido para casi un 40% de los salvadoreños el factor que define la vida, hoy muchos de ellos ven agudizada su ya difícil situación por la violencia que los amenaza constantemente. Cada vez son más los que viven con el miedo metido en el cuerpo, con el corazón partido por los hijos asesinados o desaparecidos, por tener que abandonar el hogar y comenzar un éxodo lleno de riesgos y peligros sin fin.

El papa Francisco nos avisa del peligro de ser indiferentes a esta realidad de sufrimiento. En su mensaje de Cuaresma, hace un llamado a vivirla como un momento propicio para acercarnos a todos los que sufren, para poner nuestra mirada en ellos con corazón misericordioso y solidario. Por tanto, comienza su mensaje advirtiéndonos de la facilidad con la que “nos olvidamos de los demás, no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen”. Y nos señala que esta actitud no es propia del cristiano, pues en Cristo “no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. ‘Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él’ (1 Co 12, 26)”. Nos recuerda, así, que en tanto cristianos estamos llamados a sentir como propio el sufrimiento de nuestros hermanos y a poner todo aquello que esté en nuestras manos para aliviarlo.

Desde esta perspectiva, no se puede recordar el vía crucis, honrar la Pasión de Cristo, adorar la cruz y celebrar la Resurrección mientras ignoramos a los que sufren, los que viven la injusticia en su propia carne, aquellos que pasan por calvarios infligidos por nosotros mismos. Como nos relata el evangelista Mateo, Jesús mismo quiso identificarse con el pobre, con el que pasa hambre, con el encarcelado, con el desnudo, y dejó claro que atender a nuestros hermanos en necesidad es equivalente a atenderlo a Él. Pero, para muchos cristianos, el amor a Dios está separado del amor al prójimo. En el Evangelio de Lucas, el Nazareno felicita al maestro de la ley que reconoce que para conseguir la vida eterna debe amar a “Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas y con toda su mente, y al prójimo como a sí mismo”. Y cuando otro le pregunta a Jesús quién es el prójimo, la respuesta es contundente: por medio de la parábola del buen samaritano, deja claro que amar al prójimo es atender al que se encuentra herido en el camino, aunque sea un desconocido; levantarlo y cuidarlo hasta que se reponga. Así, Cristo une el amor a Dios y al prójimo, y los declara inseparables siguiendo la tradición profética.

Por eso, Francisco afirma que “el cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres”. De ese modo nos invita a conocer el sufrimiento del prójimo, a hacernos cargo de los más débiles, de los que están asediados por la violencia, de los que son víctimas de la injusticia, con el mismo amor y generosidad que a Cristo le daríamos. Y en El Salvador, el sufrimiento de muchos de nuestros hermanos no es casual, sino fruto del pecado social que se ha encarnado en las estructuras de la sociedad y que fomenta la pobreza y la discriminación, genera violencia y muerte. Responder cristianamente a esta realidad supone, en primer lugar, sentir como propio su sufrimiento, para luego trabajar para bajarlos de la cruz, luchando contra el pecado del mundo; o, lo que es lo mismo, trabajar por una sociedad nueva basada en el servicio, el amor y la justicia, guiados, en palabras del papa, por “un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios (…), un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro”.

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