El 24 de marzo conmemoramos la muerte martirial de monseñor Romero, el pastor amigo y cercano, que desde su púlpito en la Catedral proclamó el Evangelio de Jesús, defendió a su pueblo de los abusos del poder, demandó la igual dignidad de las personas y denunció, con gran contundencia, el pecado personal y social, causante de los males del pueblo salvadoreño. Óscar Arnulfo Romero se puso del lado de los pobres, de los humildes, de todos aquellos que vivían en carne propia la represión de las fuerzas del Estado y la violencia de la injusticia social. Es por ello que el pueblo oprimido encontró en él al buen pastor, solidario con sus luchas y sufrimientos, un obispo capaz de consolar y sentir compasión ante el profundo dolor causado por la brutal represión estatal. Un pastor que asumió a plenitud la causa de los derechos humanos, de acuerdo al Concilio Vaticano II y a las conferencias de los obispos latinoamericanos de Medellín y de Puebla.
Monseñor Romero se tomó en serio su oficio de pastor, y como tal supo orientar a su pueblo. A la luz del Evangelio, nos enseñó a vivir como cristianos en aquellos momentos históricos tan difíciles. Sabía consolar, tenía el don de animar y de guiar para vivir cristianamente en medio de una situación de barbarie y locura. Tomarse en serio su oficio lo llevó también a denunciar las causas de la injusticia en El Salvador. Descubrió que la raíz de todo el mal estaba en la absolutización de la riqueza y el poder, que para él era una forma de idolatría practicada por la oligarquía: "Yo denuncio, sobre todo, la absolutización de la riqueza. Este es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada como un absoluto intocable, y ¡ay del que toque ese alambre de alta tensión: se quema! No es justo que unos tengan todo y lo absoluticen de tal manera que nadie lo pueda tocar, y la mayoría marginada se esté muriendo de hambre".
Ante ese injusto orden de cosas, hizo continuos llamados a la conversión: "Seremos firmes, sí, en defender nuestros derechos, pero con un gran amor en el corazón. Porque al defender así, con amor, estamos buscando la conversión de los pecadores". Y frente a las acusaciones que se le hacían desde la ultraderecha, fue claro: "Yo tengo la conciencia muy tranquila, jamás he incitado a la violencia (...) Mi voz no se ha manchado nunca con un grito de resentimiento ni de rencor. Grito fuerte contra la injusticia, pero para decirle a los injustos: ‘¡Conviértanse!’. Grito en nombre del dolor para decirle a los criminales: ‘¡Conviértanse!’". Su amor por el pueblo incluía a pobres y a ricos, y por eso nunca dejó de hacerles la invitación a la conversión y a construir una sociedad con justicia social, una sociedad que permitiera una vida digna a toda la población.
Ignacio Ellacuría, quien admiró profundamente a Romero, dijo a propósito de su nominación para el premio Nobel de la Paz: "Monseñor Romero es pacificador porque denuncia con acopio de razón los arrestos arbitrarios, las torturas y los asesinatos; lo es porque se ha convertido en el campeón de los pobres y de los indefensos; lo es porque rechaza la violencia y exige profundos cambios sociales y económicos". El obispo mártir entendía con claridad que la máxima violencia era la injusticia social, que priva de vida y dignidad a miles de personas. Así, el trabajo por la paz debía pasar por la erradicación de las injusticias sociales.
Su insistente denuncia de las violaciones a los derechos humanos, su clara decisión de defender a las víctimas de todos los atropellos a los que fue sometido el pueblo salvadoreño, le valió gran reconocimiento en el ámbito internacional. Fue propuesto por el Parlamento británico para el premio Nobel de la Paz, y las universidades de Lovaina y de Georgetown le entregaron sendos doctorados honoris causa. Los reconocimientos no cesaron con su asesinato; el 21 de diciembre de 2010, treinta años después de su muerte, y en reconocimiento a su trabajo a favor de las víctimas, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 24 de marzo Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas.
Cuánto sufrimiento nos hubiéramos ahorrado si se le hubiera hecho caso a monseñor Romero. Hoy, 34 años después de su muerte, El Salvador sigue padeciendo la injusticia social, se sigue practicando la idolatría al dinero y al poder. En los 22 años transcurridos desde los Acuerdos de Paz, hemos sido incapaces de construir una sociedad justa, con pleno respeto a los derechos humanos, con igualdad de oportunidades para todos. Por eso, como lo dijo monseñor Romero, mientras persista "este desorden espantoso", esta ausencia de justicia social y económica, no podrá haber paz. Y, como vaticinó, si solo se ponen parches a esta situación, "los nombres de los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se cambie la raíz de donde están brotando, como de una fuente fecunda, todas estas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente".
Escuchemos ese clamor de monseñor Romero, que es pertinente para hoy y coincide con los llamados del papa Francisco a toda la humanidad. Si de verdad queremos paz en El Salvador, si queremos el fin de la violencia, la pobreza y la marginación, pongamos nuestro mayor esfuerzo en trabajar por la justicia social y el pleno respeto a los derechos humanos. Si obramos así, le rendiremos justos honores a nuestro pastor.