El lunes 13 de noviembre de 1989, Ellacuría regresó a la UCA luego de un viaje por España. Ese mismo día, en la mañana, su superior le había llamado por teléfono para decirle que algunos de sus compañeros recomendaban que atrasara su regreso. Pero Ellacuría quería estar donde era urgente hablar de paz. En el portón principal de la Universidad, a eso de las 5:30 de la tarde, fue detenido e interrogado por un grupo de soldados que custodiaba la entrada. Una vez identificado y reconocido, le dejaron entrar al campus. Dos horas después llegó un contingente del batallón Atlacatl a hacer un registro. No había luz esa noche y los soldados dijeron que llegaban porque les habían advertido que desde la UCA se estaba disparando contra los militares que vigilaban en la zona externa al predio universitario. Pero en vez de recorrer la Universidad, solo tomaron los nombres de los jesuitas que vivían en la casa universitaria. Un jesuita comentó que aquella casa era como una ratonera. Otro que el hecho de que tomaran los nombres significaba que volverían para detenerlos o deportarlos. Martín-Baró llamó, nada más terminar el registro, a la residencia de jesuitas, vecina a media cuadra, para avisar que era probable que también llegaran a registrar. Sin embargo, los militares nunca lo hicieron. Ellacuría y sus compañeros, aun en medio de la alarma, decidieron seguir en la casa, confiando en que luego de la inspección todo quedaría tranquilo.
Comenzaba así esa semana para los futuros mártires. El dolor, los tiros, la tensión y la muerte habían iniciado dos días antes, el sábado 11 de noviembre. Con la Universidad cerrada, los días transcurrieron para ellos en medio de sus discusiones sobre las posibilidades de éxito de la ofensiva guerrillera. Ellacuría insistía especialmente en convertir la tensión y la dureza de la situación en un motivo más para acelerar el proceso de paz. En una de sus últimas conversaciones con personas externas a su comunidad, habló de dialogar con altos oficiales de la Fuerza Armada cuyos hijos estudiaban en la UCA para convencerlos de la urgencia de la paz. A otro nivel y en otra dimensión, se iba cerrando el círculo que llevaría a su asesinato y al de sus cinco compañeros jesuitas, Elba y Celina. Las dificultades para seleccionar a quien daría la orden directa de matar se superaron tras una reunión en el Estado Mayor, el miércoles 15 al anochecer. Allí, los miembros del Estado Mayor de la Fuerza Armada, junto con el Ministro de Defensa y un amplio grupo de coroneles y generales, optaron por matar a todos los que consideraban líderes de la oposición revolucionaria. La decisión no tardó ni diez horas en concretarse y realizarse: “Matar a Ellacuría y no dejar testigos”. La orden tuvo el aval del Estado Mayor; fue un crimen institucional de la Fuerza Armada.
Recordar estos acontecimientos 27 años después tiene múltiples significados. La vida de estos jesuitas y sus compañeras sigue siendo una llamada a trabajar de un modo inteligente por la paz y la justicia. Defensores de derechos humanos, seguidores de monseñor Romero, solidarios con los pobres, dieron la vida luchando pacíficamente en favor del fin de la guerra. Salvaron vidas forzando el respeto a los derechos humanos con sus denuncias, y con su muerte aceleraron el proceso de paz. Mostraron un camino de esperanza y una vida lleva de valor, solidaridad y capacidad de resistir el mal y persistir en el bien. Hoy nos siguen impulsando a construir una sociedad sin injusticia ni marginaciones. Nos animan a contemplar los problemas buscando sus causas estructurales y a encontrar caminos de solución sin manos duras ni cerrazones ideológicas. Siguen siendo, con otros muchos mártires, patrones de la justicia social y estímulo para cambiar el modelo de desarrollo agotado, corrupto y criminal que impera en El Salvador.
El 16 de diciembre de 1992, hace casi 24 años, pedimos a la Asamblea Legislativa el indulto para las dos personas que estaban encarceladas por la masacre. Y al mismo tiempo insistimos en que se llevara a juicio a los autores intelectuales. Hoy, ante la detención del coronel Benavides y la impunidad que persiste a pesar de la derogación de la ley de amnistía, repetimos lo dicho. El coronel Benavides no debe estar encarcelado y los autores intelectuales del crimen, máximos responsables del mismo, deben ser enjuiciados. A 27 años de los asesinatos y a 24 de una propuesta racional y decente, la Asamblea Legislativa, el sistema judicial y la Fiscalía muestran su incapacidad de emprender la tarea. Y mostrarán un alto nivel de corrupción si persisten en su oposición a la verdad, la justicia, la reparación a las víctimas y el establecimiento de mecanismos legales de reconciliación y perdón.