En una institución de inspiración cristiana como la UCA, el Día Internacional de los Trabajadores nos lleva siempre a reflexionar sobre la dignidad tanto del trabajador como de su actividad laboral. Desde algunas mentalidades, se habla del trabajo como castigo; nada más alejado de la visión cristiana. Ganarse el pan con el sudor de la frente no puede entenderse hoy como castigo, sino como reto a la creatividad humana. El trabajo es fuente de autorrealización y de definición de nuestro modo de ser. Frente al capital, que está compuesto básicamente de realidades materiales, el trabajo es parte de la dimensión humana compleja, espiritual, que sabe de búsqueda, de transformación de la realidad, de interacción y humanización de la naturaleza. Por eso, el trabajo tiene prioridad evidente sobre el capital en el orden tanto filosófico como cristiano. La naturaleza, los bienes de la creación tienen un destino universal: están al servicio de la humanidad. Y el trabajo es el modo de apropiarse positivamente de esos bienes que tienen un destino común y que, por tanto, deben alcanzar para una vida digna y una cobertura adecuada de derechos.
Estos principios básicos, reconocidos en la doctrina social de la Iglesia, no son siempre respetados. Mientras la Iglesia insiste en el salario digno como elemento básico de justicia y de coherencia con los principios antes mencionados, en El Salvador se perpetúan salarios mínimos radicalmente injustos. Las gremiales de la empresa privada tienden a presumir diciendo que generan el 80% del trabajo. Pero no dicen que, según cálculos del PNUD para el período 2007-2008, también el 80% de nuestra población carece de un ingreso decente. Si tenemos en cuenta que los salarios en las dependencias del Estado generalmente tienen una base alta, los empresarios cargan con la mayor responsabilidad de proveer salarios injustos.
El Concilio Vaticano II decía textualmente, hace cincuenta años, que "la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual". El compendio de doctrina social de la Iglesia, editado en el Vaticano, resume el camino que debe recorrerse cuando hay injusticias: "Los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo del trabajo se han de afrontar restableciendo la justa jerarquía de valores y colocando en primer lugar la dignidad de la persona que trabaja". Y eso implica, según la misma doctrina eclesial, seguridad social para todos, pensiones universales, subsidio a quienes no tienen trabajo a pesar de buscarlo activamente.
Estos principios se evaden sistemáticamente en las grandes gremiales empresariales, que mientras regatean y tiran abajo salarios mínimos de hambre, se dedican a alabarse a sí mismas por su supuesto gran aporte al país. Que esas actitudes y discursos se desarrollen en torno a la fiesta del Día Internacional de los Trabajadores es simplemente vergonzoso y deja en evidencia el bajo nivel ético de las dirigencias empresariales. Bajo nivel ético multiplicado por el esfuerzo ideológico que trata de presentar como buena una situación del capital que tiene todavía demasiado camino por recorrer hacia la justicia social. Esa que no aparece nunca con la necesaria fuerza de significado en los pronunciamientos de las gremiales. Y que se intenta soslayar también trayendo a oradores extranjeros de instituciones conservadoras, más preocupados por defender el libre mercado internacional que por analizar la situación real del país y aportar criterios mínimos de justicia social.
Entre las múltiples recomendaciones de la doctrina social de la Iglesia está que los trabajadores participen en la propiedad de las empresas. Una participación que les permita estar en la asamblea de accionistas e, incluso, acceder al consejo de administración de las empresas. Esta propuesta podría ser una vía de solución al problema que tiene el actual Gobierno a la hora de redistribuir las acciones de LaGeo con la empresa italiana Enel. También es un signo para que los empresarios entiendan la dignidad del trabajo y dejen de expresarse con la prepotencia de quienes se sienten dueños del país.