En algunos países de América Latina, las cadenas nacionales en televisión y radio han sido una herramienta recurrente. Hugo Chávez era gran aficionado a ellas. Decía que formaban “parte de la estrategia comunicacional del gobierno” dado que, a su juicio, las televisoras privadas y la prensa no cubrían los actos oficiales. Entre enero y julio de 2012, en su calidad de presidente, Chávez sumó 70 horas y 20 minutos en cadenas nacionales. El 13 de enero de ese mismo año, decidió transmitir su rendición de cuentas al Parlamento, en una cadena de 9 horas y 49 minutos.
Según la Fundación Ethos, desde que Rafael Correa llegó al poder en 2007 hasta mayo de 2011, en Ecuador se produjeron 1,025 cadenas nacionales, cifra que no incluye los “Enlaces Ciudadanos” que se emitían cada sábado por tres horas en medios estatales y algunos privados. Por su parte, Cristina Kirchner, desde 2012 hasta agosto de 2015, emitió 96 cadenas de televisión. Brasil y México también incurrieron en el hábito, pero en mucha menor proporción. En Paraguay, la figura de las cadenas obligatorias fue abolida cuando terminó la dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989), debido al uso constante que los militares hacían del recurso.
En el caso de El Salvador, la interrupción obligatoria de la programación pública y privada para transmitir mensajes oficiales ha sido tradición. Las cadenas están reguladas en el artículo 127 de la Ley de Telecomunicaciones, que dice: “El presidente de la República tendrá derecho a convocar a todas las estaciones de radio y televisión del país a cadena nacional de radio y televisión por razones de guerra, invasión del territorio, rebelión, sedición, catástrofe, epidemia u otra calamidad, graves perturbaciones del orden público o un mensaje de interés nacional”. Solo el Tribunal Supremo Electoral tiene la misma prerrogativa. En realidad, las cadenas nacionales han sido un mecanismo para dos cosas: informar y hacer propaganda. Han buscado posicionar el discurso oficial a fin de controlar la opinión pública. Y en los últimos años, han sido usadas para rendir culto a Nayib Bukele y su gestión, y denigrar, insultar y acusar a la oposición.
Dos ejemplos recientes. Mientras en Argentina la visita de Bukele apenas recibió atención, en El Salvador se pasaron en vivo largos episodios de la misma, presentándola como extremadamente importante. Lo mismo pasó con la visita de Estado a Costa Rica. Mientras los magistrados del poder judicial tico se negaron a reunirse con Bukele, el presidente costarricense lo recibió con honores, lo condecoró con la máxima distinción por lo que ha hecho en materia de seguridad y ofreció una cena de gala. Buena parte de ello, a pesar de su irrelevancia para la vida de la población salvadoreña, fue transmitido por cadena nacional.
De este modo, Bukele le ha dado un giro a las cadenas nacionales. Por un lado, en contraste con su aislamiento internacional, televisa la cercanía con personajes que son parte de la crispada pero mediática escena de la ultraderecha antidemocrática mundial (Milei) o que quieren serlo (Rodrigo Chaves). Y por otro, posiblemente para suavizar las críticas de las que es objeto, se hace filmar en el extranjero comportándose de manera diferente que en El Salvador, al menos en dos aspectos: se expone a la prensa y no se hace acompañar de un pelotón de guardaespaldas que lo aísla de su entorno y lo retrata como lo que es: un hombre de armas, no de leyes.