El 12 de septiembre, en el contexto de las fiestas de la independencia y teniendo en cuenta la situación política, la Conferencia Episcopal de El Salvador presentó un comunicado en el que se señalan temas que requieren tanto reflexión como diálogo. Aunque los obispos creen, y con toda razón, que es importante una depuración del sistema judicial, insisten en que esta debe hacerse desde el respeto a la legalidad constitucional. Recuerdan que el fin no justifica los medios y que reformas arbitrarias y anticonstitucionales no traerán paz ni desarrollo democrático al país. Defienden, pues, el imperio de la ley y, por ello, rechazan la reelección presidencial. Insisten en dejar libre el uso del bitcóin y, apoyándose en las palabras del episcopado latinoamericano, advierten que “no puede haber democracia verdadera y estable sin justicia, sin división real de poderes y sin la vigencia del Estado de derecho”.
Tres días después, el 15 de septiembre, una multitudinaria manifestación se tomó pacífica y cívicamente las calles. Jueces, estudiantes, víctimas de las masacres del pasado, organizaciones feministas, defensores del medioambiente, ciudadanos descontentos con el rumbo autoritario del Gobierno reclamaron juntos temas muy semejantes a los del comunicado de los obispos. Aunque no hubo conexión, sí hubo coincidencia. La reacción presidencial fue la esperada: quitar importancia y descalificar. El mandatario acusó a Gobiernos foráneos de financiar la manifestación y afirmó que un buen número de manifestantes fueron traídos a los lugares de concentración sin saber a dónde y a qué iban. Sin embargo, la realidad se impone sobre la propaganda. Y ese tipo de respuesta no hace más que visibilizar la incapacidad gubernamental de atender la realidad.
El hecho es simple y contundente: hay hoy más gente molesta o indignada con las medidas arbitrarias y con la concentración de poder del Ejecutivo que la que el Gobierno calculaba. Además, la Conferencia Episcopal, una de las instituciones con mayor peso moral y ético del país, le está diciendo al presidente que debe ser más respetuoso con el Estado de derecho y abrirse al diálogo. Quizás deban pasar algunos días para que las autoridades digieran racionalmente los acontecimientos recientes. Si antes, amparado en la alta aceptación que marcaban las encuestas, el presidente podía prescindir del diálogo, hoy la situación ha cambiado. No se le están pidiendo cosas extraordinarias. Nadie le pide imposibles, sino actuaciones legales y éticas.
El reclamo de que la Asamblea Legislativa y la Corte Suprema de Justicia no se conviertan en maquilas de leyes o sentencias en favor del Ejecutivo obedece a un deseo hondamente democrático. Un mayor diálogo con la sociedad civil, con defensores y defensoras de derechos humanos y con las Iglesias mejoraría el panorama de El Salvador. La observancia de estándares internacionales democráticos y de derechos humanos no solo beneficiaría al país, sino también al Gobierno, hasta el presente tan poco letrado en hacer cosas con decencia, tino y eficacia.