La noticia de la posible beatificación de monseñor Romero se regó como pólvora, tanto dentro como fuera del país. En la UCA se han recibido infinidad de reacciones provenientes de muchos países del continente. La gran mayoría de esas reacciones expresan alegría y esperanza por la buena nueva. Solo un muy reducido grupo de personas la desdeñaron. Y así tenía que ser. Mal síntoma sería si los poderes y los poderosos que se oponen a la justicia y a la verdad se congratularan. El regocijo que ha despertado el anuncio sobre nuestro obispo mártir invierte el dicho popular de que para vestir a un santo hay que desvestir a otro. Porque en realidad con la distinción a monseñor Romero se reconocen conjuntamente muchas cosas, circunstancias y personas que, junto a él, serían exaltados por la Iglesia.
Está fuera de cuestión que una eventual beatificación y posterior canonización de Romero será un acto de justicia a su trayectoria, cualidades, entrega generosa al pueblo salvadoreño. Definitivamente, monseñor Romero fue y sigue siendo, como lo constatamos este mes, una buena noticia para los pobres. Reconocerlo es reconocer la causa que él defendió, por la que vivió y por la que lo asesinaron. Es decir, su elevación oficial a los altares trae aparejado el reconocimiento a la denuncia contra la injusticia estructural, a la lucha por la justicia a favor de las víctimas de la violencia irracional y de un sistema excluyente y antidemocrático que concentra la riqueza en muy pocas manos, como él tantas veces lo denunció.
Hacer justicia a monseñor Romero es también hacer justicia a los que él defendió. Con el reconocimiento oficial del arzobispo se reconocerá también la labor de Rutilio Grande, el sufrimiento de tantas víctimas de la violencia institucional que encontró consuelo, aliento y esperanza en Romero y en Socorro Jurídico. Hacer justicia a monseñor Romero es, de alguna manera, hacer justicia a las víctimas de la violencia que él denunció, las víctimas de antes y después de su muerte. A los pobres, a todos los silenciados, a los que sintieron que sus clamores eran expresados por la voz de monseñor, a ellos también se les hará justicia con su reconocimiento universal.
Por contrapartida, exaltar universalmente la vida de monseñor implica una condena moral a sus adversarios, a los que lo insultaron, persiguieron y se alegraron con su asesinato. Celebrar la vida de Romero es dejar en el pozo de la vergüenza y el desprestigio a los grandes medios de comunicación, que sistemáticamente lo calumniaron, lo tildaron de agitador comunista y hasta llegaron a insinuar el camino para silenciarlo. Reconocerlo es desnudar la culpa de quienes lo amenazaron constantemente, los autores intelectuales que fraguaron su muerte. Reconocerlo da una bofetada a los políticos, los militares, los gremios que siguen exaltando, con el puño en alto, a perpetradores de masacres y magnicidios. Reconocerlo es afirmar que el sistema que él denunció sigue produciendo pobres, muerte y exclusión en El Salvador.
En definitiva, hacer justicia a monseñor Romero es aceptar que él tenía razón, que decía la verdad, y deja en evidencia a los que hasta hoy siguen anclados en la mentira y la injusticia. Por esto último es que su beatificación genera rechazo en las élites económicas y los grandes medios de comunicación. En este sentido, la fecha de la beatificación de monseñor no es lo más importante. Si solo el anuncio ha despertado toda esta oleada de alegría y esperanza, está confirmado que la Iglesia solo hará un reconocimiento formal de lo que la mayoría de la gente tiene en su corazón y pide a gritos. Monseñor anunció que si lo mataban, resucitaría en el pueblo salvadoreño, pero se quedó corto: su vida y resurrección ha trascendido fronteras, religiones e ideologías. Monseñor Óscar Romero no solo será santo para El Salvador, sino para el mundo entero.