Desde hace ya demasiado tiempo, la inseguridad es la mayor preocupación de los salvadoreños. Se sufrió la guerra y después no llegó la paz. De hecho, la incapacidad para reducir la violencia fue una de las principales razones de la pérdida de confianza ciudadana en el gobierno del FMLN. Según la última encuesta del Iudop, mejorar la seguridad es la primera tarea que debe atender el nuevo Gobierno; para lo cual, 87 de cada 100 encuestados piden que se cambie la política de seguridad. Sin embargo, a este respecto, la nueva administración ha dado señales preocupantes.
Ciertos nombramientos en la estructura de la PNC, el discurso que dio el Presidente al recibir el bastón de mando de la Fuerzas Armadas y las declaraciones del director de la Policía sobre haber recibido órdenes de centrarse en la represión apuntan a que las nuevas autoridades no han tomado nota de los graves errores de los últimos años. Más allá de que muchos aplaudan toda medida que apunte al aniquilamiento de los delincuentes, está de sobra demostrado que darle exclusividad al uso de la fuerza para combatir el crimen y la delincuencia solo profundiza la violencia. Las manos duras y las medidas excepcionales, que en su momento contaron con espectaculares despliegues mediáticos, nunca resolvieron, ni siquiera atenuaron, el principal problema del pueblo salvadoreño.
En el fondo de la problemática de criminalidad y delincuencia está lo que los estudiosos llaman el paradigma de la seguridad. En una democracia, el paradigma de la seguridad tiene en el centro de su concepción y de su acción la protección de los derechos humanos de la ciudadanía. Pero en El Salvador y en muchos países de América Latina, la seguridad se entiende como la protección de las instituciones privadas y de las élites. La política de seguridad salvadoreña no ha tenido por fin garantizar la protección del ciudadano, sino controlar y castigar a quienes atentan contra el régimen y el orden establecido. Se podría pensar que ambos paradigmas son en realidad uno solo, pues se protege controlando a los que violan la ley, pero los énfasis de uno y otro tienen consecuencias totalmente distintas.
En el paradigma que entiende a la seguridad como control para proteger a las élites, la política de seguridad se centra en la administración del uso de la fuerza del Estado. En cambio, en el paradigma de la protección ciudadana, se trata de la administración de la protección de los derechos humanos. El predominio del primero caracteriza a sociedades y Estados autoritarios. Puesto que la represión por sí sola no soluciona el problema de la violencia, sino que lo profundiza, entonces la gente tolera y pide más mano dura, creándose así un círculo vicioso como el experimentamos en nuestro país. La conclusión de los especialistas en materia de seguridad es contundente: el paradigma de seguridad que privilegia el uso de la fuerza para ejercer control es incompatible con un régimen respetuoso de derechos humanos. El nuevo Gobierno está a tiempo de desandar un camino sembrado de abusos, cruces y sufrimiento; a tiempo de no repetir una historia de errores. Errores cuyas consecuencias las sufren con durísima intensidad los sectores vulnerables de siempre.