Para unos, la Semana Santa es tiempo de descanso y diversión; para otros, de oración y devoción. Para todos, debería ser tiempo de reflexión. En primer lugar, porque lo que se conmemora es el sufrimiento y la victoria de una víctima asesinada injustamente, pero que continúa viva animando a la justicia y la paz. Y en segundo lugar, porque en El Salvador no se reconoce del todo el valor de las víctimas. La tradición cristiana nos llama a que veamos a Cristo crucificado en el asesinado por las pandillas o por los grupos de exterminio, en quien tiene hambre, en la mujer abusada, en el que carece de medicina para curar su enfermedad, en el que sufre por la falta de un ingreso digno. ¿Vemos en ellos el rostro de Cristo? ¿Hacemos algo por liberarlos de sus cruces?
En el país nos cuesta enormemente considerar a las víctimas como parte de nuestra propia carne y como fuente de fuerza y ánimo para construir un mundo y una sociedad mejores. Por eso nuestro cristianismo es muchas veces débil e incluso contradictorio. Y poco contribuye un mundo en el que domina la ley del más fuerte, en el que la historia se equipara a la evolución de las especies: el más hábil, adaptable y capaz de usar su poder y agresividad es el que sale adelante. Se termina así pensando que las víctimas son una consecuencia normal de la dinámica social y que es mejor olvidarlas y continuar caminando hacia adelante.
Las víctimas son fruto de los afanes de poder de unos pocos y de un modo de hacer futuro desde la ley del más fuerte. Su recuerdo tiene siempre un trasfondo subversivo, porque muestra que se está construyendo mal la historia y porque despierta indignación, deseo de justicia y solidaridad con el débil y carente de protección. La víctima Jesús de Nazaret generó con su muerte no solo salvación, sino modos de estructurar la realidad social que divergían de las tónicas imperantes en el imperio romano. Frente al poder absoluto del emperador, despertaban libertad construida desde el amor y la generosidad. Frente al poder del dinero, impulsaban desprendimiento y solidaridad. En el siglo II se consideraba que ser parte del ejército romano, con toda su violencia expansionista, era incompatible con ser cristiano. Los deseos de adaptación a la sociedad limitaron y apagaron los aspectos críticos del cristianismo en muchas comunidades. Pero permaneció siempre, de diversas maneras, el esfuerzo de fidelidad al Evangelio, a la víctima central del mismo, Jesús de Nazaret, y a su fuerza transformadora de la realidad.
Hoy, una época en la que las víctimas se han multiplicado, en la que los pobres sufren con mayor dureza los efectos de la pandemia, no podemos considerar la Semana Santa como un simple lapso de descanso en la lucha diaria por la existencia. Reflexionar sobre la realidad, pensar en la construcción de un futuro que no se edifique sobre el sufrimiento es la manera de honrar a una víctima inocente que superó a los victimarios y que enseñó a trabajar, desde la generosidad y el servicio, por un mundo fraterno. Un mundo en el que el ser humano, precisamente por ser humano, nunca se convierta en victimario.