El balance de accidentes y muertes ocurridos durante la Semana Santa da pie para decir que ha sido en verdad trágica. Gran número de homicidios, varios de ellos colectivos; cientos de accidentes de tránsito; decenas de ahogados... Qué contradicción. Un período de descanso que debería dedicarse a la reflexión y celebración de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, unos días que deberían traernos alegría y felicidad, paz y bien, acaban convirtiéndose para muchos salvadoreños en fuente de dolor y sufrimiento, de tragedia familiar. Ello a pesar del esfuerzo de las autoridades, que año con año preparan operativos de seguridad y de atención a emergencias, y ponen en marcha planes preventivos para tratar de evitar los accidentes de tránsito y los ahogados en las playas.
Pareciera que en El Salvador somos dados a celebrar la Semana Santa uniéndonos física y personalmente al dolor y a la muerte de Jesús, como que estuviéramos decididos a compartir su misma suerte. Y así vivimos la Semana Santa multiplicando el dolor y la muerte entre nosotros, para experimentar lo mismo que el Señor. Aunque ello parezca una caricatura, es en realidad lo que solemos hacer. Viajar a excesiva velocidad, en estado de ebriedad, en vehículos sobrecargados y en malas condiciones; sumergirse en el mar embravecido sin prudencia, incluso sin poder nadar, son distintos modos de tentar a la suerte y buscar consciente o inconscientemente la muerte.
Y ese tipo de muerte siempre trae consecuencias dolorosas: familias destrozadas, orfandad, gastos hospitalarios ruinosos; e incluso, en algunas circunstancias, puede dejar corazones llenos de resentimiento y deseos de venganza. Si bien la muerte es algo natural, cuando llega en circunstancias en las que interviene de un modo u otro la acción humana, es especialmente difícil de aceptar y de superar; un dolor que se une a los ya muchos con los que carga la familia salvadoreña. Las muertes que causa la acción criminal, unidas a las que son fruto de la situación de extrema pobreza, componen una realidad que nos sobrepasa desde hace muchas décadas. Pero no debemos acostumbrarnos a ella. Por el contrario, debe ser una realidad a la que nos opongamos con todas nuestras fuerzas, poniendo al servicio de la lucha todos los recursos que la sociedad y el Estado disponen para ello.
Es necesario que seamos conscientes de que la vida es un valor, un regalo de Dios que debemos apreciar y cuidar con todo empeño. Desde muy temprano, el Pueblo de Dios descubrió el valor de la vida y aceptó regirse por el respeto a ella, entendiéndolo como un profundo deseo divino. El mandamiento "no matarás" —por desgracia, siempre incumplido— es garantía del respeto al don supremo de la vida y, a la vez, una norma de convivencia básica, sin la cual no es posible una sociedad en paz. Entre nosotros, el valor de la vida suele mostrarse con belleza cuando se batalla contra la enfermedad de un familiar con todos los medios posibles, inclusive adquiriendo deudas que serán carga por muchos años. Pero llama la atención que no nos esforcemos de la misma manera para proteger la vida, a pesar de que tiene un costo mucho menor que la enfermedad y la muerte.
La Semana Santa no solo es celebración de la pasión y la muerte de Jesús, sino también de la vida: "He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia". Por ello, la Semana termina con la Resurrección del Señor, con la fiesta de la Pascua, en la que celebramos el triunfo de la vida sobre la muerte, del amor y del bien sobre el mal. El mensaje de Jesús nos comunica el deseo de Dios de que vivamos felices y de que nuestra felicidad sea plena. Así lo interpretaron los Padres de la Iglesia, como san Irineo, quien afirmó que la gloria de Dios es que el hombre viva. Sentencia que monseñor Romero rectificó aplicándola a la realidad de El Salvador: "La gloria de Dios es que el pobre viva", pues su vida no lo es tal por estar permanentemente amenazada.
El tiempo de Pascua dura cincuenta días, y constituye una muy buena oportunidad para que en El Salvador reflexionemos y asumamos el llamado de Dios de defender la vida. Es tiempo también de sobreponerse a los pesimismos, a las actitudes negativas que lo dan todo por perdido. Es tiempo de ponernos a trabajar con esperanza para que El Salvador tenga vida, y la tenga con abundancia para todos sus hijos e hijas.