De alguna manera, todos los sectores del país tienen alguna responsabilidad en la preocupante situación que vive el país. Unos por no escuchar las posturas de los demás, otros por guardar un silencio obsequioso o aplaudir a todo sin criterio. Unos por criticar destructivamente, otros por no hacer nada. Unos por salir a la calle sin motivo, otros por condenar a los que lo hacen por necesidad apremiante. Sin embargo, quienes tienen la mayor cuota de responsabilidad en el desborde de la pandemia y en sus consecuencias en la economía familiar y nacional, y en la salud mental de la población son los que rigen los destinos del país. Pretender culpar de todos los males al adversario político sin asumir las propias responsabilidades, no es más que un insulto a la inteligencia de la ciudadanía. Pretender que cada quien ha actuado acertadamente y el equivocado es el otro, es mentir.
La situación demanda un alto al enfrentamiento entre los poderes del Estado. El creciente número de contagiados y las vidas que a diario se apagan exigen un cambio radical de actitud. El sufrimiento de cada vez más familias y el clamor de los trabajadores de salud que se ven impotentes obliga a hacer algo ya. No es hora de buscar culpables. No es hora de señalar al otro para salir mejor parado en las elecciones. Mucho menos es tiempo de una guerra, del tipo que sea. Precisamente esa mentalidad perversa y trasnochada es la que tiene a los salvadoreños entre la espada y la pared.
Quedarse en casa es la mejor manera de protegerse. Pero para más del 70% de la población económicamente activa que se gana la vida en el sector informal eso significa no comer y no poder honrar las obligaciones familiares. También lo es para el obrero que depende de un salario. ¿Cómo subsisten? Centrar las esperanzas en nuevas ayudas gubernamentales no parece ser una alternativa realista. Sin embargo, si salen para ganarse el sustento, entonces se exponen a la enfermedad. La frase “prefiero morir del virus que morir de hambre”, dicha en la calle por una persona que agitaba una bandera blanca, refleja a la perfección este dilema. La única salida duradera es una vacuna que aún no existe. ¿Qué queda? Aprender a convivir inteligentemente con el virus. Iniciar el camino para construir esa convivencia depende de los tomadores de decisión, y mantenerse en él, de una ciudadanía crítica, informada y consciente de su derecho a exigir lo mejor de los gobernantes, con independencia del color partidario.
Es hora de ponerse de acuerdo y consensuar ya un plan que brinde confianza a la población y que se tome con base en argumentos científicos. Eso es posible, como lo han demostrado otros países. Es impostergable que el Ejecutivo y la Asamblea Legislativa dialoguen y se entiendan. No es necesario que lo hagan por nobleza, o por respeto al adversario, o para atender las críticas, ni siquiera por solidaridad con el dolor de las familias golpeadas por el covid-19. Eso sería pedirles demasiado. Tal como están las cosas y la irracionalidad mostrada, deberían hacerlo por una razón instrumental que sí entienden: difícilmente ganarán las elecciones a costa del bienestar de toda la población.