En ciertos temas, El Salvador parece haber olvidado su historia reciente; se vuelven a cometer errores del pasado. La humillación es una de las principales causas de optar por el camino de la violencia y situarse al margen de la ley. El pueblo salvadoreño ha sufrido una larga tradición de humillaciones, y en las etapas en las que esa dinámica se ha acentuado, la violencia ha sido más aguda. Hay muchas formas de humillar a la gente.
De forma explícita, cuando se le desprecia, se le maltrata, se le hace sentir que no vale nada, se le reprime. De manera indirecta o implícita, cuando se le paga un salario de hambre, se le bloquea la oportunidad de realizarse, se le niegan los derechos humanos fundamentales mientras a otros se les conceden privilegios y prebendas. Se humilla cuando unos viven en la miseria y otros en la opulencia. Una persona o un grupo humillado es una persona o un grupo destruido en lo más hondo de su ser, que buscará cómo superar la ofensa de la que ha sido víctima. Y algunos optan por la violencia como medio, para detentar el poder que da la fuerza y de ese modo obtener un reconocimiento que contrarreste la afrenta sufrida.
Las condiciones de vida y trabajo propias de esclavitud a las que se sometió a los pueblos originarios y a los campesinos dieron lugar a las crisis de 1932. La negación de derechos y la dura represión contra las demandas de libertad y dignidad de campesinos, obreros y estudiantes en la década de los setenta causaron el conflicto armado. La manera en que se quiso combatir a la oposición y a quienes exigían el respeto a los derechos humanos o, simplemente, mejores condiciones de vida fue tan brutal, asesina y humillante que alimentó al movimiento revolucionario; solo terminó profundizando la guerra. Hoy, en la lucha contra las pandillas, se está actuando de manera similar.
Las políticas de combate al crimen que no respetan los derechos humanos están contribuyendo a la espiral de violencia. El abuso físico como norma, tratar como pandilleros a ciertas personas sin prueba alguna, llamar “ratas” a los jóvenes de las comunidades marginales y barrios populares son alicientes para que más niños y adolescentes se integren a las pandillas. Y no es de extrañar que algunos de ellos gocen del apoyo de su familia, pues también esta sufre maltrato y atestigua a diario el rosario de humillaciones.
Movimientos como “Los siempre sospechosos de todo” y “Basta ya” han mostrado con evidencias que el comportamiento de los cuerpos de seguridad no es siempre adecuado ni correcto. Han demostrado ante los jueces que se acusa sin fundamento y se maltrata a los jóvenes por el simple hecho de serlo. Que se piden condenas para inocentes que no han participado en ningún delito, que se les detiene y priva de libertad por meses en espera de ser llevados a juicio. Estas víctimas deben ser compensadas por el Estado y ver su honor restituido. El Estado no solo debe pedirles perdón, sino indemnizarlos por todo el daño ocasionado.
Si se quiere ganar la lucha contra la violencia y la inseguridad en El Salvador, es necesario que la PNC y la Fuerza Armada abandonen esta política de humillación y maltrato indiscriminado, que pongan paro a la persecución que sufren los jóvenes que viven en barrios marginales o en zonas bajo control de las pandillas. Agentes y soldados deberían saber que su deber es respetar la dignidad y derechos de toda persona, incluso cuando puedan tener sospechas bien fundadas de que alguien ha cometido un crimen. Por el bien de todos, la sociedad debe dejar de avalar este tipo de comportamientos y, en cambio, exigir el respeto a los derechos humanos y a la ley.