La migración no es solo un problema, sino también un síntoma y un símbolo del estado del mundo. En una sociedad global con terribles desigualdades, es imposible una migración ordenada. Desde el principio de la humanidad, cuando el territorio no ofrecía la caza y la recolección de frutos suficientes para una población creciente, se daba la movilización hacia nuevos territorios. De hecho, es esta tradición tan secular y primitiva la que da origen a considerar la migración un derecho humano. Hoy, con un mundo conectado, informado y profundamente dividido entre ricos y pobres, la migración es inevitable. Y será siempre desordenada mientras el bienestar sea cosa de unos pocos, mientras migrar sea una obligación vital, no una opción. Un problema que es planetario, la división entre burbujas de riqueza y extensos territorios privados de recursos, no se puede solucionar localmente con deportaciones, poniendo muros o alambrando fronteras.
Los países desarrollados, influidos por el pensamiento neoliberal y otras corrientes, han impulsado tanto el individualismo como la teoría de la elección racional, que insiste en el egoísmo como fuente de acción económica y en maximizar ganancias y reducir riesgos. Pero lo que sirve para millonarios sin escrúpulos no se les permite a los pobres. Porque los migrantes tratan de maximizar ganancias y reducir riesgos cuando migran; en otras palabras, hacen una elección racional. Sin embargo, a ellos se les insta a no acogerse a ese dogma del liberalismo económico. El migrante sabe de sobra que el valor de su trabajo en el Tercer Mundo no pasa de un dólar la hora, si es que encuentra empleo. En los países desarrollados, ese mismo trabajo, además de tener mayores y mejores prestaciones, vale entre cinco y diez veces más. Además, muchos de los riesgos del trabajo informal, del hambre y de la enfermedad disminuyen cualitativamente. ¿Se puede impulsar un liberalismo económico que invita al egoísmo y a la elección racional, y al mismo tiempo cerrar las puertas de los lugares racionalmente más adecuados para vivir?
El problema al final es ético. En un mundo interconectado, es antiético pretender dejar fuera a los más pobres. Hacerlo implica alentar el ascenso de una especie de tiranía xenofóbica, que odia al extranjero pobre y divide a la sociedad entre quienes tienen derechos y quienes no. En una sociedad global, solamente se puede vivir en paz si se respetan y garantizan tanto los derechos económicos y sociales como los civiles y políticos. Los migrantes huyen de regímenes autoritarios represivos, como lo hacen hoy en Venezuela o Nicaragua. Pero también de regímenes autoproclamados como democráticos que no respetan los derechos económicos y sociales, y que mantienen a una buena parte de su población en la pobreza, incluso en el hambre y la miseria. Una realidad que se vuelve todavía más difícil cuando la violencia que esa situación produce se mezcla con el egoísmo de los ricos y la corrupción de los políticos.
En El Salvador, como en muchas otras partes del mundo, ha estremecido la muerte de Óscar y su hija Valeria, ahogados en el río Bravo. E indigna cada vez más el discurso grosero y en muchos aspectos carente de humanidad de Donald Trump, quien se da el lujo impune de despreciar y atacar a los migrantes latinos. Pero no basta con la indignación. A nivel local, es indispensable ofrecer posibilidades de trabajo decente y de vida segura y digna. Y a nivel internacional, tener dignidad y llamar las cosas por su nombre. Si cada vez más salvadoreños pensamos que Trump es una persona racista, antiinmigrante, insolidaria y siempre dispuesta a despreciar a los más pobres, el Gobierno debe hablar en público sobre nuestros problemas sin humillarse ante quien nos ve de menos. Reaccionar solo con recomendaciones a los pobres, hablándoles de los riesgos de la migración, significa al final respaldar la inhumanidad de los fuertes y dejar a los débiles, a nuestra propia gente, en vulnerabilidad y riesgo.