Nadie discute que el pleno empleo es uno de los grandes factores de desarrollo. En la teoría económica, en la doctrina social de la Iglesia, en todo tipo de lógica, el trabajo humano —y en la sociedad, el empleo— está considerado como una de las bases fundamentales de la convivencia y del desarrollo. Por ello, y desde el supuesto de que no existen faltas graves por parte de los empleados, antes de proceder a despedir gente masivamente se deben hacer serias consideraciones sobre la situación de la persona y sobre la ética y la justicia social.
Cuando el empleador es estatal, los esfuerzos por mantener la estabilidad laboral deben ser mayores. Dado que uno de los objetivos del Estado es —o debería ser— establecer una política de pleno empleo, no debe contradecirla con su actitud o sus procedimientos.
Aunque es normal que con un cambio de Gobierno cesen en sus funciones los cargos de nombramiento político, también es cierto que algunos casos deben ser revisados. Hay nombramientos políticos que en realidad son más bien técnicos. Y existe también ese tipo irregular de contratación —por lo visto, muy utilizado por el Gobierno de Arena— que es la temporal para funciones permanentes del Estado; un tipo de contrato que luego se presta a despidos masivos. En ambos casos, la ejecución de despidos debe ser muy cuidadosa. Y la revisión, cuando hay reclamos, debe ser muy seria.
La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos ha recibido más de seiscientos reclamos. Al IDHUCA ha llegado también un buen número de personas despedidas a presentar sus casos. Por ejemplo, mujeres que llevaban más de veinte años trabajando en la administración pública y a las que les quedaban cuatro años para jubilarse; personal técnico cesado solamente por haber sido contratado por la administración anterior sin estudiar adecuadamente sus capacidades o sus posibilidades de reubicación. La situación es seria y merece una revisión a fondo.
Hay casos que son simplemente de humanidad. Si no media alguna falta grave, no se debe poner en la calle a personas que por su edad difícilmente conseguirán trabajo y a quienes, además, se les complica su futura jubilación, máxime con este sistema de pensiones en el que pesa más el lucro de las instituciones administradoras que la preocupación por el futuro pensionado. Otros casos pueden convertirse en razones de atraso para el funcionamiento administrativo del Estado: un buen técnico con experiencia, aunque haya sido nombrado por otro partido, es siempre más útil que un técnico que tiene que comenzar a conocer su trabajo.
La misma situación de despido, en algunos casos, debe hacernos reflexionar sobre el sistema de pensiones. Con un sistema privado de pensiones, el Estado no puede recurrir a fórmulas de prejubilación que en otros lugares han paliado la injusticia de un despido cercano al tiempo del retiro. El requisito de cumplir con los tiempos requeridos para alcanzar pensión es demasiado rígido, y excluye automáticamente a quienes en edad madura se quedan sin trabajo. Es urgente una revisión del sistema de pensiones, que además margina automáticamente a todo el que no cotiza, que es la gran mayoría en el país. Si queremos hablar de justicia social básica, no podemos dejar fuera del sistema de pensiones a prácticamente el 80% de la población laborante en El Salvador.
Los despidos de trabajadores, cuando no median faltas graves, deben constituirse siempre en un motivo de preocupación ética. La revisión urgente y seria de los mismos es una tarea que no se puede posponer. Debe además ser realizada con sentido de humanidad y con preocupación auténtica por los valores que se desprenden de la justicia social.