Desde el 18 de abril, en Nicaragua se libra una lucha popular por la justicia y la democracia que es ferozmente reprimida por un régimen criminal. El Gobierno que presiden Daniel Ortega y Rosario Murillo ha desatado una persecución sin precedentes contra la ciudadanía que exige su dimisión y la convocatoria de nuevas elecciones bajo condiciones verdaderamente democráticas. Ortega no ha aceptado el diálogo con las fuerzas opositoras para negociar su salida del Gobierno; se mantiene firme y dispuesto a finalizar su mandato, que oficialmente concluye el 10 de enero de 2022. Con ese objetivo, no ha dudado en organizar y utilizar un aparato represivo contra un pueblo en rebelión y contra todos aquellos sospechosos de oponerse a su Gobierno. Al igual que en las dictaduras militares del siglo pasado, todos los que manifiestan su desacuerdo con el régimen son acusados de terrorismo y de propiciar un golpe de Estado.
Las más serias organizaciones nicaragüenses defensoras de los derechos humanos registran más de tres mil heridos, 455 asesinados y más de 1,300 detenidos, de los que 400 permanecen privados de libertad. A pesar de ello, el movimiento ciudadano opositor sigue creciendo, sigue movilizándose, manifestándose de forma pacífica, desafiando al régimen en su empeño por instaurar la democracia y la justicia en Nicaragua. En este contexto, no pocos han optado por abandonar el país para evitar ser detenidos por las autoridades y los grupos irregulares. La gravedad de la crisis ha llevado a la comunidad internacional a enviar dos misiones para analizar la situación: primero, una de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y, después, la del Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Los informes de ambas son contundentes y coinciden en que en Nicaragua el Gobierno está violando gravemente los derechos humanos, haciendo “un uso desproporcionado de la fuerza por parte la policía, que a veces se tradujo en ejecuciones extrajudiciales; desapariciones forzadas; obstrucción del acceso a la atención médica; detenciones arbitrarias o ilegales con carácter generalizado; frecuentes malos tratos y casos de torturas y violencia sexual en los centros de detención; violaciones a las libertades de reunión pacífica y expresión, así como la criminalización de los líderes sociales, personas defensoras de los derechos humanos, periodistas y manifestantes considerados críticos con el Gobierno”.
Aunque algunos políticos, especialmente de izquierda, acusan a Estados Unidos de estar detrás de lo que consideran un compló para derrocar a Daniel Ortega, la verdad es otra. Así lo afirma un grupo de cristianos que en los años ochenta estuvieron profundamente comprometidos con la revolución sandinista: lo que está pasando en Nicaragua, dicen, “no es ninguna conspiración planificada, financiada y dirigida desde el Norte. Lo que vive Nicaragua es una insurrección de la conciencia, de un pueblo harto de más de 10 años de abusos, arbitrariedades, corrupción e impunidad”. Y contra ese pueblo “el régimen gobernante ha respondido con los más puros métodos del terrorismo de Estado”.
A pesar de todas las evidencias, el Gobierno de Ortega-Murillo sigue negando esta realidad, e inventando una inexistente. Acusa a las misiones internacionales de intromisión en los asuntos internos de Nicaragua y de haber elaborado informes falsos o tendenciosos por haber escuchado únicamente a una de las partes. Y por ello las declaró non gratas. Acusa a los manifestantes de terroristas, les atribuyen los asesinatos que el mismo régimen ha ordenado y cometido, sigue persiguiendo y sembrando el terror entre la población. Ha organizado grupos de paramilitares que, junto con miembros de la Policía Nacional, realizan capturas a domicilio en horas de la noche o durante la madrugada, sin órdenes de arresto ni de registro, manteniendo incomunicados durante varios días a los detenidos. Criminaliza la protesta, restringe el derecho a la libre manifestación, normaliza la violación a los derechos humanos. Todo ello significa de hecho el tránsito de un Estado de derecho a uno de excepción.
Es imperdonable que los Gobiernos de la región no se hayan solidarizado de forma clara con el pueblo nicaragüense. Más aún que el Gobierno de El Salvador se haya puesto del lado de Ortega y Murillo. Ello es totalmente contradictorio con las afirmaciones oficiales respecto a la canonización de monseñor Romero, que reconocen que el santo cumplió de manera ejemplar su compromiso con los más humildes y desprotegidos, y se convirtió en el defensor de sus derechos, sin importar el riesgo de muerte que esa decisión implicaba. Todavía más contradictorio es reconocer a san Romero como guía espiritual de América y del mundo, y callar ante la grave crisis en el vecino país. Sin duda, monseñor Romero ya hubiera alzado su voz en contra de las violaciones a los derechos humanos que tienen lugar en la tierra de Sandino.
Pero no solo los Gobiernos le están fallando a Nicaragua; le está fallando también gran parte del pueblo centroamericano, que no ha sabido apoyar con la efectividad necesaria la justa lucha de sus hermanos. Los ciudadanos del istmo deben levantar su voz y exigirles a sus Gobiernos que contribuyan atinadamente y en base a los principios democráticos a la solución de la crisis nicaragüense.