Cuando la vida no se valora, tanto la violencia como la impunidad florecen. Ahora, mientras estamos celebrando los veinte años de los Acuerdos de Paz, es urgente reflexionar una vez más sobre la terrible plaga de impunidad y violencia. Cuando hace un poco más de dos décadas se estaba en pleno diálogo por la paz, uno de los problemas era qué hacer con los crímenes cometidos contra civiles. En los Acuerdos de Paz se decidió "superar la impunidad" llevando a los tribunales a los autores de casos especialmente crueles, para que una vez sentenciados pudieran servir de como ejemplo de justicia. Después de firmados los Acuerdos, los caminos siguieron un rumbo diferente a lo que estaba escrito: llegó la famosa ley de amnistía, y con ella la impunidad.
El problema, en el fondo, es que no se transmitió a la población todo el amor a la vida que de alguna manera estaba presente en los Acuerdos de Paz. La paz pudo haberse firmado por el simple miedo a que el empate técnico acabara desangrando tanto a los ricos de este país como al Ejército y a la guerrilla. Pero en no fue así. Había en muchos de los firmantes un sentimiento ético profundo que podríamos traducir también como amor a la vida. La población estaba harta de muerte y violencia, y los firmantes fueron sensibles al sentimiento de las mayorías. Muchos de ellos, incluso, también estaban hartos de la violencia improductiva de la guerra.
La ley de amnistía, en su momento, vino a detener ese sentimiento masivo de amor y respeto a la vida. La pura razón humanitaria nos decía que la verdad debía vencer a la impunidad y que quien comete crímenes atroces contra otras personas o grupos debe tener un castigo. Los sentimientos más básicos de humanidad nos repetían que las víctimas tienen que ser escuchadas y se les debe compensar moralmente por los sufrimientos pasados. Nada se hizo en ese momento; incapaces, por motivos políticos de las élites, de escuchar el sentir de la población que quería unir reconciliación con justicia básica y restaurativa. Los mercaderes del pensamiento se encargaron de llevar a cabo una fuerte propaganda del perdón y olvido, casi convirtiendo en criminales a quienes pedían justicia.
Después vino el fracaso del Foro de Concertación Económica y Social. Las deudas de desarrollo con el pueblo pobre no se tradujeron en mejores servicios médicos ni en una educación que acelerara sensiblemente la universalización del bachillerato o ampliara adecuadamente el acceso a los estudios superiores. Hubo pequeñas reformas, pero la vida del pobre siguió siendo la última prioridad de los sucesivos Gobiernos, aunque con la boca dijeran otra cosa.
Habíamos salido de una guerra con ganas de valorar y defender la vida. Los Acuerdos de Paz eran un símbolo de ello. Pero apenas se firmaron, volvimos dar marcha atrás, devaluando con la amnistía la vida de las víctimas y despreciando la vida de los pobres al no incorporar verdaderos cambios económicos y sociales que hicieran de nuestro desarrollo un proceso equitativo. Los ricos se hicieron más ricos con la paz y los pobres vieron como aumentaban las diferencias sociales en el país.
No nos engañemos. Si no amamos la vida de los pobres y de los más débiles, que además son mayoría en El Salvador, no superaremos nunca ni la violencia ni la impunidad. El tema de la violencia no se supera ni con leyes ni con fuerza bruta. Se supera solamente si somos capaces de amar la vida de tal manera que el desarrollo mejore las condiciones vitales de nuestro pueblo. Un pueblo que confía en sus dirigentes y que sabe que estos aman la vida de todos y cada uno de sus connacionales, lucha contra la impunidad. Por el contrario, si las señales que envían los de arriba comunican que no están preocupados por la vida de los pobres, la gente tiende al sálvese quien pueda. Emigra, calla, paga la renta, sufre en silencio, convive con la impunidad.
El problema de la lucha contra la violencia y la impunidad, antes que técnico, es moral. La violencia y la impunidad no terminan si no amamos con obras y decisión la vida de todas y todos los salvadoreños: con salud, con educación, con respeto a su dignidad, con un desarrollo que no esté severamente marcado por la desigualdad. A 20 años de los Acuerdos de paz, más que discursos, es importante recuperar el amor a la vida de la gente, de toda la gente de El Salvador.