Técnicamente, el juicio al expresidente Saca y su grupo de colaboradores no terminará hasta que se dicte el fallo y la sentencia. Eso, según el Tribunal Segundo de Sentencia de San Salvador, sucederá en la tarde del 12 de septiembre. Lo que concluyó el 28 de agosto, después de 17 días, fue la fase de declaraciones y alegatos. En el proceso, excepto uno, todos los acusados admitieron haber cometido los delitos de lavado de dinero y peculado, es decir, haberse apropiado de más de 300 millones de dólares del erario público. El exmandatario confesó, entre otras cosas, que compró dos lotes con fondos del Estado; en uno construyó, para su uso personal, un palacete y en el otro, adyacente al primero, una cancha de futbol y una pista de baile. Como expresión de derroche a expensas de los recursos de todos los salvadoreños, la residencia de Saca, valorada en 8 millones de dólares, tenía un sistema telefónico interno de 41 extensiones, un salón de belleza privado, dos gimnasios, dos bares, dos cocinas, varias salas familiares y gran número de habitaciones y baños con detalles ostentosos. Tal y como se supo durante el proceso, la mayor pena solicitada por la Fiscalía es de 10 años para Saca y su exsecretario, Élmer Charlaix. Para el resto, los años de reclusión solicitados son menores.
Nadie puede negar la importancia de este caso para el país, aunque probablemente no llegará a tener la trascendencia histórica que le atribuye el Fiscal General. Ciertamente, es histórico en el sentido cronológico, pues es el primer ex jefe de Estado procesado y (se espera) condenado por corrupción. Solo la muerte repentina impidió que su predecesor, Francisco Flores, corriera una suerte similar. Pero las negociaciones de Saca y sus abogados con la Fiscalía General para acordar un juicio abreviado, que incluye una sustancial reducción de la pena a cambio de la confesión de los delitos y la devolución de una fracción de lo robado, han sembrado dudas sobre si se está haciendo justicia. Con todo, sentar en el banquillo de los acusados a un expresidente y a parte de su camarilla sienta un precedente que ojalá aleccione a los funcionarios públicos.
Sin embargo, juzgar y condenar a este grupo de corruptos sin anular los mecanismos y canales que utilizaron para expoliar al Estado sería equivalente a capturar a unos prófugos y no taponar el agujero por el que se escaparon de la cárcel. Dejar la ruta de escape intacta invitaría a otros a huir. Por esta razón es tan importante conocer en detalle el arreglo al que llegaron los acusados con la Fiscalía General de la República. Es justo pero no suficiente atrapar y castigar a los que han robado al país; se necesita también tapar el agujero por el que se esquilma al Estado. Si los que se prestaron para lavar el dinero sustraído quedan en la impunidad, el agujero seguirá abierto. Si quedan impunes los bancos que facilitaron las operaciones ilícitas, las empresas que prestaron sus nombres, las agencias de publicidad que canalizaron los fondos, los periodistas sobornados, los funcionarios que recibieron sobresueldos, el partido que prometía mano dura contra los delincuentes mientras costeaba su propaganda con dinero de los salvadoreños, los delincuentes cambiarán de nombre y de partido, pero siempre habrá corruptos.
Solo si desarticula los mecanismos de la corrupción y neutraliza a todos los actores que intervienen en el robo del dinero público, la Fiscalía General cumplirá a cabalidad con su misión constitucional de proteger los intereses del Estado y de la sociedad.