El panorama político ha estado dominado por la reacción histérica —y, en algunos sentidos, entre machista y feminoide— de algunos diputados de la Asamblea Legislativa. Estos señores no quieren que haya diputados independientes. Y no les ha gustado que la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia diga que el ciudadano común puede optar a una diputación sin que necesariamente lo apoye un partido. Lo que es normal en toda democracia, y que además no crea ningún peligro para los partidos políticos, pone nerviosos a estos pobres diputados de tres al cuarto. Al final, no es esta más que una muestra de cobardía: tienen miedo de que llegue gente con mayor y real respaldo ciudadano, y que los ponga en evidencia en sus negociaciones y trampas. Sólo eso explica que se hayan puesto tan rápidamente de acuerdo para cambiar la Constitución. Esa Constitución que con tanta vehemencia suelen decir que es sagrada mientras la violan tranquilamente.
Y cuando los cobardes tienen miedo, —ya se sabe— proceden inmediatamente a la amenaza: vamos a cambiar a los magistrados o a destituirlos, dicen. Es el mismo patrón del marido maltratador de su mujer: cuando la pareja le sale más inteligente, no le queda más remedio que la amenaza o el golpe. Sólo si escucharan a la opinión pública protestar por ese modo prepotente de extorsionar a los miembros de la Sala de lo Constitucional, dejarían el tema de lado. Pero si sienten que hay medios de comunicación que les dan pábulo y aliento, mantienen las plumas de gallo erizadas y el pico abierto a la pelea.
Pobre democracia salvadoreña, con estos diputados diciendo tonterías a cada rato, sin que la mediocridad intelectual remita ni disminuya. Un día les da por la lectura bíblica y otra por subirse el salario. Unas veces hablando de democracia participativa y otras veces lamentándose y diciendo que, aunque ganaron las elecciones, no ganaron el poder. Como si el poder fuera una cosa que se puede poseer en su totalidad. Diputados que, por un lado, no conocen ni siquiera los términos que usan y, por otro, usan caprichosa y maliciosamente los términos de la democracia. Cuando les conviene, claro.
En el caso de la Sala de lo Constitucional, estos diputados no entienden para nada lo que es el criterio de la racionalidad. Se aferran a una especie de literalismo trasnochado, incapaz de contemplar otros textos de la Constitución que defienden una serie de garantías ciudadanas que no se cumplirían si no hubiera elección de ciudadanos independientes. Y por si acaso, cambian la Constitución para restringir los derechos de la ciudadanía a través de textos concretos. Y lo hacen a la rápida, del modo que la gente llama la "ley del madrugón". El mismo vocablo que se utilizaba antaño para referirse a los golpes de Estado militares.
Ciertamente, si se les aplicara a ellos los elementos más básicos del derecho, veríamos que violan por omisión la propia Constitución que dicen defender. Y tal vez es hora ya de que algún ciudadano los demande por ello. Porque todos los diputados que llevan más de un período legislativo han violado la Constitución por omisión al no legislar en torno a la indemnización universal y en torno a las multas que deben pagar los jueces cuando incurren en retardo judicial. Leyendo la Constitución y aplicando criterios básicos de racionalidad, lo que estamos diciendo es más que evidente. Pero, por supuesto, nuestros diputados confunden la razón de la fuerza con la fuerza de la razón. En otras palabras, creen que su sinrazón, por el hecho de estar en el poder legislativo, se puede convertir en racionalidad impuesta a la ciudadanía. Bien les vendría leer a ese demócrata e intelectual que fue Norberto Bobbio, que decía que "la primera tarea de los intelectuales debería ser la de impedir que el monopolio de la fuerza se convierta en el monopolio también de la verdad". Aunque quizás sería inútil: los diputados y la intelectualidad están en la realidad salvadoreña demasiado distantes.