El XX aniversario de los Acuerdos de Paz está teniendo una dimensión mucho más incisiva y referida a los problemas de El Salvador que cualquiera de los anteriores. En otras ocasiones nos quedábamos varados en el discurso glorioso y en el incienso ofrecido a los firmantes de los Acuerdos. Hoy se habla más de las necesidades del país, de los problemas pendientes, de la cultura de paz que los Acuerdos impulsaron con brío hace veinte años y de la inercia en la que caímos en estas dos décadas de postguerra. Al fin las víctimas han tenido protagonismo en esta celebración dejando un poco más al margen, sin olvidarlos, a los firmantes. Firmantes que —hay que decirlo— con toda su buena voluntad y la importancia de su acción no hicieron más que seguir el clamor de todo un pueblo, herido y dolorido por la brutalidad de la guerra y el sufrimiento de sus víctimas. Si los firmantes concretos no hubieran suscrito la paz, otros lo hubieran hecho en su lugar. Porque la paz se imponía desde el clamor de la gente. Sin el clamor adolorido de la gente y sin el sufrimiento de las víctimas, muchos de los firmantes hubieran continuado la guerra alegremente. Así, recordar a las víctimas es un deber de justicia.
En ese contexto, el discurso del presidente Funes ha cumplido con una deuda de justicia y ha puesto en evidencia las debilidades que hasta ahora ha tenido nuestro proceso de construcción de la paz. Dormirse en los laureles de una paz insuficiente, parece decirnos, no es bueno ni para las víctimas ni para nuestro querido El Salvador. Y por supuesto, tampoco es bueno para ese ejercicio sano de la memoria que aprende del pasado para poder construir un futuro mejor para todos y todas. Descubrir las insuficiencias e incumplimientos del pasado nos ayuda siempre a mejorar el presente. El silencio sobre las víctimas es la forma de impunidad más terrible, y las autoridades de El Salvador han sido expertas en practicarlo. Sin ser la solución a la impunidad, el discurso del presidente Funes abre al menos caminos de reconocimiento y fórmulas de respeto. No puede ser que se les pueda llamar héroes de la patria a personas que de un modo u otro han participado en proyectos sistemáticos de eliminación de vidas inocentes.
El recuerdo de las víctimas del pasado nos ha traído inmediatamente a la presencia el alto número de víctimas del presente. Algunos, con cierta mala intención, critican que se haga memoria de las víctimas del pasado, insinuando que ello es contradictorio con los muy altos niveles de victimización de hoy en día. Con frecuencia, quienes hacen esta crítica son los que menos se interesaron en su momento por las víctimas de la guerra y poco les duelen las víctimas de la actualidad. Olvidan que la preocupación por el pasado es también una preocupación por el presente, porque la indiferencia de ayer ante el dolor del prójimo es lo que permite hoy que el dolor se siga propagando. No nos engañemos: sigue habiendo demasiada indiferencia en demasiadas personas ante el número de muertes que día a día se nos muestran en los periódicos.
Si el debate, el recuerdo, los datos y diversas opiniones que se barajan en estos días nos ayudan a preocuparnos más por el dolor ajeno, la celebración del XX aniversario de los Acuerdos de Paz habrá sido exitosa. El protagonismo que ha tenido El Mozote ha sido fundamental para recordarnos que en todo proceso de paz las víctimas deben tener prioridad en el recuerdo y en la elaboración de planes y proyectos que busquen la superación del dolor, la infelicidad y la injusticia. Nuestro país solo tendrá futuro si sabemos construir, sobre la sensibilidad humana y la solidaridad personal y social, nuevas rutas de justicia, superación de la impunidad y apoyo a quienes sufren o han sufrido cualquier tipo de injusticia, tanto en el pasado como en el presente.