Hoy podemos celebrar con alegría la ratificación de la reforma constitucional que modifica el artículo 63 de la Carta Magna, al cual se le añade un segundo párrafo que consigna: "El Salvador reconoce a los pueblos indígenas y adoptará políticas a fin de mantener y desarrollar su identidad étnica y cultural, cosmovisión, valores y espiritualidad". Esta enmienda es más que una simple modificación de artículo: es el reconocimiento de la existencia de los pueblos originarios salvadoreños, de su identidad y del deber del Estado de adoptar políticas para su desarrollo. Desde ahora, los pueblos indígenas, que constituyen entre el 15% y el 20% de la población salvadoreña, podrán reivindicar su cultura con pleno derecho.
Es este un paso importante en la historia del país. Y ha sido el fruto de una larga lucha de los pueblos originarios en la defensa de sus legítimos derechos; lucha en la que han tenido el apoyo de otros grupos sociales solidarios con su realidad y que han captado la riqueza que es para El Salvador reconocer su diversidad étnica y cultural. La aprobación de esta enmienda constitucional es la primera acción estatal que se da, en toda la historia republicana, para resarcir a la población indígena de más de quinientos años de despojo, opresión y exterminio. En otras palabras, El Salvador por primera vez hace justicia a sus pueblos originarios y avanza en el proceso de reconciliación nacional.
El reconocimiento de los pueblos originarios es un beneficio para ellos, pero lo es también para todo el pueblo salvadoreño. El hecho de que su cultura, su modo de ver el mundo, sus valores y espiritualidad pasen a formar parte integral de El Salvador y puedan desarrollarse enriquecerá a la nación en su conjunto. Debemos alegrarnos. Estos hermanos nuestros ahora son miembros de la sociedad con pleno derecho, pudiendo presentarse y manifestarse tal como son, y ofrecernos su gran riqueza cultural y espiritual. Es algo comparable a que un padre que ha negado por años a su hijo ahora lo reconozca como suyo, le otorgue todos sus derechos y se comprometa a apoyar su crecimiento y desarrollo.
Sin embargo, en El Salvador muchos piensan que no hay pueblos originarios. Y esto se debe a un genocidio continuado que logró su objetivo: hacer desaparecer toda manifestación cultural e identitaria indígena. Comenzó en la época colonial, cuando se impulsaron procesos de mestizaje y ladinización que llevaron al debilitamiento de los elementos aglutinantes de las comunidades indígenas en El Salvador. Estos procesos se intensificaron en la época posterior a la independencia y fueron principalmente promovidos por los Gobiernos liberales. Dos medidas se encargaron de dar un golpe mortal a los pueblos indígenas. Por un lado, la expropiación, a favor de los ladinos liberales, de las tierras comunales y los ejidos preservados hasta entonces para los indígenas. Por otro, la ley contra la vagancia, que obligaba a trabajar en las fincas a todos los que no tenían tierras. Estas políticas fueron apoyadas con la creación de la Policía Rural, que obligó a cumplirlas a rajatabla. Así se despojó a los indígenas de sus tierras y se les convirtió en proletarios al servicio de los terratenientes, lo que supuso la desintegración de sus comunidades y el debilitamiento de su identidad étnica.
A pesar de esto, dos grandes colectivos indígenas, uno en los Nonualcos y otro en Izalco, lograron conservarse en un alto grado por buen tiempo. Pero también acabaron ladinizados de manera brusca y violenta. En 1833, la sublevación del nonualco Anastasio Aquino en defensa de los derechos indígenas fue aplastada con extrema brutalidad, y ser indígena se convirtió en una sentencia de persecución o de muerte. Un siglo más tarde, en 1932, la región de Izalco se bañó en sangre, luego de que los indígenas y campesinos que se sublevaron fueron acusados de comunistas y exterminados; los pocos sobrevivientes abandonaron todo lo que pudiera identificarlos como indígenas, pues eso los convertía automáticamente en culpables. De ese modo, los pueblos originarios prácticamente fueron borrados de la escena nacional, incluso de la memoria.
En medio del regocijo por un acto que hace justicia y abre la vía para empezar a reparar tanto atropello y violencia, llama la atención —y esto no debe ser pasado por alto, porque está vinculado con la triste historia de exterminio— que Arena no votara por la ratificación de la reforma constitucional. Algo que es consecuente con su negativa a reconocer las violaciones a los derechos humanos cometidos por el Estado. Y consecuente también con su simbólico gesto de celebrar el inicio de las campañas electorales en Izalco, el lugar donde se perpetró el genocidio indígena de 1932. Desde una lógica que solo puede calificarse de desquiciada e inhumana, Arena arma fiesta electoral en Izalco para celebrar aquella masacre como un símbolo de la derrota del comunismo. Al no votar a favor de la ratificación de la modificación constitucional, el partido de derecha muestra una vez más su falta de compromiso con el pleno respeto a los derechos humanos y con la reconciliación de la sociedad salvadoreña.
Con toda la importancia de este primer paso, no debemos quedarnos aquí. Es necesario seguir avanzando en el pleno reconocimiento de los pueblos indígenas, y para ello es necesario que El Salvador ratifique el Convenio n.º 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, de la Organización Internacional del Trabajo. Su ratificación sería un paso más para garantizar el respeto de los derechos fundamentales tendientes a la igualdad de oportunidades y de trato para los pueblos indígenas, que después de tantos años de persecución y expoliación están en una clara situación de desventaja. Ratificar el Convenio sería una muestra del compromiso estatal de garantizar un trato equitativo para los pueblos originarios de El Salvador.