La estatua de monseñor Romero situada en la zona de la catedral metropolitana fue trasladada al hospitalito de la Divina Providencia: de lo más público a lo más privado. Aunque a mucha gente el traslado le causó consternación, otros terminaron diciendo que la llevaron al lugar en el que monseñor siempre quiso estar: al lado de los que sufren. Allí quiso vivir el santo salvadoreño, en el hospital para personas sin recursos que llegan a curarse o a morir de cáncer cuidados por las hermanas carmelitas. Allí está ahora su imagen, lejos del ruido de la ciudad, pero no de los salvadoreños.
Llegados a un aniversario más de su asesinato, se le recuerda, entre otras cosas, por los ataques que el Estado oligárquico y militar de su tiempo le hizo sufrir. Los insultos, las amenazas y los desplantes fueron la tónica de la relación del poder con el arzobispo Romero. El dinero y las armas no toleraban la palabra sencilla de verdad y de solidaridad con los pobres que la gran mayoría de salvadoreños escuchaba todos los domingos. Como con los antiguos mártires, se le puede decir a quienes deshonraban a monseñor “la crueldad de ustedes es nuestra gloria”. Y por eso mismo no hay que preocuparse por que a algunas personas les estorbe la imagen de Romero. Quienes le admiran seguirán hablando de él, escribiendo sobre su vida y ejemplo, viviendo en el culto y en la vida sus valores y su entrega a los más pobres y golpeados por una historia injusta.
Cuando en el segundo siglo de nuestra era se empezaron a escribir relatos de cómo el Imperio romano convertía en mártires a los cristianos, se decían que esa narraciones de amor y entrega hasta el fin había que leerlas “para memoria de los que acabaron ya su combate y preparación de los que tienen aún que combatir”. Para el pueblo salvadoreño, la memoria de san Óscar Romero será siempre signo de lo más humano y de lo más valioso de la historia nacional. Las acciones que busquen retirarlo de la conciencia pública no harán más que acrecentar su recuerdo. Y no solo su recuerdo, sino también la responsabilidad de construir un país con justicia social, participación democrática y sin abusos de poder, sea este económico, ideológico, político o militar.
El Salvador ha cambiado desde los tiempos de Romero y de la guerra, pero la irresponsabilidad estatal frente a las necesidades de los pobres y de quienes están en vulnerabilidad continúa siendo un problema grave. Se han superado algunos rasgos de violencia; permanecen otros no menos graves. La violencia intrafamiliar, el abuso sexual, la pobreza y la desigualdad, el abandono de la mayoría de ancianos sin pensión, la falta de medicamentos, la poca inversión en educación, la fría utilización de medios injustos para conseguir prestigio y poder son formas de violencia soterradas y escondidas debajo de un manto de propaganda creador de ilusiones.
Frente a todo ello, tanto el santo arzobispo como los otros muchos mártires reconocidos y por reconocer dicen una palabra de verdad y llaman a la honestidad personal y al acompañamiento solidario y liberador del sufrimiento de los débiles. A quienes abusan del pobre y del sencillo les gusta olvidar o manipular el pasado a su conveniencia, pero la memoria y los aniversarios vividos desde la fe y la confianza en el valor de los mártires devuelven la esperanza a los pobres y vencen al olvido impulsado por el poder.