Que la OEA emita una resolución contra el Gobierno de Nicaragua no es nada nuevo; ya son muchas y nulo el efecto que han causado en la dictadura, que sigue desafiando todo tipo de límite. La liberación de algunos presos políticos con la condición de volverlos apátridas sirve para las apariencias y para despejar el camino de voces críticas al interior de Nicaragua; es decir, está en el ámbito de lo esperable en un régimen como el de Ortega-Murillo. Lo que sí resulta llamativo es la actuación de El Salvador en este contexto.
En su resolución más reciente, firmada el 11 de octubre y titulada “Rechazo a las medidas represivas del Gobierno de Nicaragua contra instituciones educativas y la Iglesia católica en ese país”, la OEA condena el cierre de la UCA de Nicaragua y del Instituto Centroamericano de Administración de Empresas, y expresa su preocupación por el encarcelamiento arbitrario de sacerdotes, como el obispo Rolando Álvarez, así como por la expulsión del país de decenas de clérigos nicaragüenses y extranjeros. Sin embargo, El Salvador no firmó la resolución argumentando principios de derecho internacional; en concreto, el de no intervención ni injerencia en asuntos internos de otro Estado.
Como se sabe, la abstención es el mecanismo para apoyar solapadamente a un Gobierno cuestionando. En esto, en la posición sin ética ni coherencia frente a lo que pasa en Nicaragua, coincide la actual administración con las del FMLN. Sin embargo, la postura de Bukele no siempre fue esa. En su campaña electoral, el entonces candidato calificó a Nicaragua de dictadura y, por esa razón, no invitó a Daniel Ortega al acto de toma de posesión. En su resolución del 12 de noviembre de 2021, la OEA descalificó las elecciones en las que se impuso Ortega por considerar que no fueron libres, ni justas, ni transparentes y que, por tanto, no tenían legitimidad democrática. El Gobierno salvadoreño fue uno de los 25 países, de los 34 que conformaban la OEA, que suscribió esa resolución.
El cambio vino en agosto de 2022. Ese mes, la OEA emitió otra resolución condenando el hostigamiento a la Iglesia católica, la persecución a la prensa y a las ONG, y exigió al Gobierno de Ortega que liberara a los presos políticos. Sin embargo, El Salvador se abstuvo de firmarla. En junio de 2023, la OEA sacó una de las resoluciones más unánimes sobre Nicaragua: 32 de los 34 países, incluyendo El Salvador, constataban el agravamiento de la crisis política y humanitaria, y expresaban preocupación por un escalamiento en la represión.
Desde la perspectiva de los derechos humanos, la ética y decencia, lo de Nicaragua es indefendible. Más de 220 periodistas nicaragüenses están en el exilio; la dictadura ha cancelado a 3,390 organizaciones de la sociedad civil, entre ellas más de 20 universidades, según registros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Hasta hace unos días, más de 10 sacerdotes estaban encarcelados arbitrariamente. Además, se canceló la personería jurídica de los jesuitas y se confiscó su patrimonio; se expulsó a cerca de medio centenar de religiosas y sacerdotes; se prohibieron celebraciones religiosas; se clausuró al partido indígena Yatama y se encarceló a dos de sus dirigentes, y un largo etcétera de excesos y violencias. Entonces, ante una realidad tan evidentemente injusta, ¿por qué el gobierno de El Salvador no muestra una posición firme?
Es claro que la volatilidad es una característica esencial de las posturas presidenciales. Bukele hoy dice una cosa y mañana hace o dice lo contrario. En campaña prometió aumentar el Fodes para los municipios, pero siendo presidente lo redujo al mínimo. También en campaña dijo que su corazón estaba a la “izquierda”, pero el 13 de marzo de 2019, recién elegido presidente, en la fundación Heritage en Washington, se declaró seguidor de los principios neoliberales y calificó a China de injerencista y no democrática. Ya como presidente, su discurso contra el gigante asiático desapareció. Dijo que iba a perseguir a los corruptos en su Gobierno, pero a los señalados de su partido los protege. El discurso del Gobierno es, pues, una caña movida por el viento de la conveniencia. Los principios y valores, si es que los tienen, quedan en un plano muy secundario; lo que pesa son los intereses y ambiciones, y no precisamente los del pueblo salvadoreño.