Una combinación explosiva

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Frecuentemente se afirma como verdad incuestionable que la delincuencia que sufrimos es consecuencia directa de los altos niveles de pobreza. Es decir, según esta visión, a mayor pobreza, mayor delincuencia. Pero la historia y las investigaciones nos revelan que esto no es del todo cierto. De acuerdo a algunos estudios, cuando hay más bonanza económica, aumenta el índice delincuencial. Es decir, a mayor riqueza, mayor delincuencia. Sin embargo, hay otra revelación que puede iluminarnos: la combinación de ambas situaciones es verdaderamente explosiva. Cuando coinciden altos niveles de pobreza con altos niveles de riqueza, la delincuencia alcanza niveles insospechados. Y es precisamente esa la situación de El Salvador, y en el reconocimiento de ello podemos encontrar pistas para buscar caminos de solución a la alarmante ola delincuencial que vivimos.

Por mucho tiempo y por muchos medios se nos ha querido vender la idea de que el principal problema económico de nuestro país es la pobreza, pero la terca realidad se empeña en decirnos que es la desigualdad la más grave enfermedad de nuestra sociedad. Todos los días nos golpea la constatación de que la pobreza extrema de centenares de miles de personas convive en el mismo territorio con la escandalosa riqueza de un minúsculo grupo de familias; la precariedad de muchos es vecina inmediata de la abundancia de unos pocos. La desigualdad, por supuesto, no es la única variable que incide en el crecimiento de la delincuencia, pero sí es la de mayor peso.

Reconocer la realidad de desigualdad en El Salvador no es cuestión de resentimiento social o de revanchismo que busca fomentar el odio de clases, como alguna gente —sobre todo los que están arriba y los que defienden sus intereses— arguyen. Reconocer la desigualdad tanto no equivale a decir que la riqueza es intrínsecamente mala como a aceptar que la riqueza es producto de una bendición divina. Tampoco es cosa de conformismo y de negativa a producir riqueza, sino de que los beneficios que se generen por la riqueza se distribuyan equitativamente entre la población.

Reconocer que somos un país abismalmente desigual es, en primer lugar, un ejercicio de honradez con la realidad. En segundo lugar, un ejercicio de coherencia ética y cristiana que exige luchar sin tregua por la fraternidad universal. Y en tercer lugar, reconocer el pecado de la desigualdad es la condición indispensable para resolver los problemas más graves del país, muchos de los cuales —como dice el apóstol Pablo en el capítulo 6 de la primera carta a Timoteo— son causados por el amor al dinero.

Mucha gente sigue pensando que la angustiante inseguridad que vivimos se resolverá a corto plazo solo fortaleciendo a la Policía, sacando el Ejército a las calles o poniendo en manos militares la seguridad ciudadana. Pero la evidencia científica no revela eso. Muchos estudios señalan que el factor que más se correlaciona con la violencia social es la desigualdad. Las políticas públicas centradas en el fortalecimiento de la represión no han sido efectivas en ningún lugar del mundo.

Por ello, mientras no se reconozca que la realidad salvadoreña está determinada por una aguda desigualdad económica y social, y se continúe privilegiando el enfoque represivo en la lucha contra la delincuencia, no saldremos de este problema. Mientras los que dirigen el país y los sectores más poderosos de la economía persistan en cerrar los ojos frente a la desigualdad como causa de la delincuencia, seguiremos dando palos de ciego. En El Salvador, la riqueza se ha concentrado en muy pocas manos, produciendo cada vez más desigualdad. Solo con la implementación de medidas que disminuyan esta escandalosa desigualdad se podrá reducir definitivamente la violencia social.

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