La desigualdad es el tema del momento en América Latina. La izquierda lo ha tocado siempre y la derecha inteligente, como la de Chile, lo ha asumido plenamente. De este lado, nuestra derecha sigue dedicada a entorpecer todo lo que puede sin pensar en otra cosa que en la coyuntura que le beneficie más. Y con su sistemática crítica a casi todo, logra también que nuestro Gobierno de izquierda se preocupe más por la coyuntura que por ese futuro que hay que construir entre todos de un modo diferente.
En El Salvador, la derecha no ha comprendido aún, y mucho menos lo ha aceptado, que el modelo que ha privilegiado en estos últimos 20 años es un soberano fracaso. No da más de sí. Si se mantuvo tanto tiempo fue porque todos los recursos del Estado y una buena parte de los de la empresa privada se emplearon en mantener vestido de rosa propaganda a un cadáver realmente vestido de luto. No había nada que no se convirtiera en propaganda. Que los gobernantes cumplieran con su obligación era objeto de propaganda, como que gobernar al país fuera un regalo de los poderosos a los sin poder. Viajar se convertía en propaganda. Reprimir también, si era necesario. Los gastos de publicidad de las administraciones pasadas quedaron ocultos en ese río revuelto que fue la partida secreta de la Presidencia, y continúan sepultados en ese mar de oscuridad que es la Corte de Cuentas.
Aunque no ha comprendido nada, y tal vez precisamente por eso, lo que le interesa a la derecha ahora es no dejar gobernar. O simplemente que la izquierda gobierne como ellos lo hicieron: atentos exclusivamente a la coyuntura. Sin embargo, los vientos soplan en otras direcciones. Un país tan apretado como el nuestro no puede seguir viviendo intensamente en la desigualdad. No puede seguir desangrándose con la migración. No puede permitir que miles de jóvenes (seis mil en tres años, decía un periódico) mueran asesinados. Sería catastrófico el regreso al poder de esta derecha irresponsable, ignorante e incapaz de generar desarrollo con equidad. De hecho, Arena tuvo suerte al perder las elecciones presidenciales, y El Salvador también; porque con mucha probabilidad hoy estaríamos en una crisis mayor si hubiera ganado el candidato que presentó.
Y muchos de derecha saben eso, que han tenido suerte con la victoria del Frente y Mauricio Funes. Porque la gestión de la crisis al menos se está haciendo desde una política internacional que empieza a configurarse con mayor lógica y desde un diálogo más abierto con la sociedad. Realidades estas que con dificultad hubieran logrado quienes hace dos años abanderaban la derecha. Pero incluso sabiendo esto, son incapaces de crear un nuevo liderazgo, más abierto a nuestra realidad y más enfocado a vencer la desigualdad. Repiten la sopa recalentada de liderazgos viejos y traen al país —no sabemos si para renovarse— a personajes de la ralea de Micheletti.
La desigualdad es el tema a vencer. Y si a estas alturas la derecha es incapaz de entenderlo, se verá condenada, gane o pierda las elecciones próximas, a quedar en la historia como el protagonista que atrasó el desarrollo económico, social y moral de El Salvador hasta límites difíciles de superar.
Los pueblos nunca mueren ni se hacen totalmente ingobernables; lo impide la bondad de la mayoría de la gente. Pero cuando los liderazgos incumplen sus responsabilidades, el viento de la sabiduría popular acaba barriendo con ellos. No hay Estados fallidos, sino liderazgos políticos fracasados. No se debe confundir al Estado con los partidos que manejan el ámbito de la política. Cuanto más débil se vuelve la gobernabilidad, más rechazo provocan los partidos (todos, no sólo el que pierde las elecciones) y más se debilita la democracia, que es hoy indispensable para conducir nuestros pueblos al desarrollo justo. Vencer la desigualdad tiene que ser hoy un objetivo común, que acabará beneficiando, si todos lo tomamos en serio, tanto a la izquierda como a la derecha. Jugar a hacer daño coyuntural al enemigo político es moralmente irresponsable en los tiempos de crisis que vivimos.