Es ampliamente aceptado que la educación es un instrumento de cambio; posibilita el desarrollo de cada persona y, por ende, de la sociedad; permite progresar hacia los ideales de paz, libertad y justicia social. Aquellos países que en los últimos 50 años han logrado transformaciones importantes a nivel social y económico, que han elevado sustancialmente el nivel de vida de su población, han hecho grandes inversiones en la formación de la gente y en la mejora del sistema educativo. En contraste, un pueblo no educado o con bajos niveles de educación no alcanza desarrollo social y crecimiento económico, y difícilmente goza de niveles aceptables de bienestar social.
En El Salvador, a pesar del consenso que existe alrededor de estas ideas, no se ha podido materializar un plan que permita avanzar en esa dirección, que haga de la educación un factor de desarrollo social. Se han señalado muchas veces las profundas diferencias de calidad entre la educación privada y la pública, lo que promueve una mayor diferenciación social. A ello se suman las tasas de deserción escolar en la educación pública (que sirve al 88% de la población), con lo cual los años de escolaridad de los que asisten a uno u otro sistema difieren en exceso. Esto, sin duda alguna, refuerza todavía más las diferencias educativas, tanto en calidad como en cantidad, entre los sectores sociales de nuestro país.
Es urgente, pues, asegurar la calidad del sistema educativo público, pues sus deficiencias y problemas afectan a la mayoría de la población en edad de escolarización. Si bien es cierto que hay conciencia de ello entre los diversos sectores de la sociedad civil y entre las autoridades del Gobierno y del Ministerio de Educación, y que se han hecho esfuerzos por cambiar la situación a lo largo de las últimas décadas, no se han logrado avances significativos más allá de ofrecer mayor cobertura y acceso a la educación pública. Nuestro sistema educativo requiere de cambios que de algún modo suponen una revolución. En primer lugar, en la línea de lo señalado por el Informe Delors (1996) de la Unesco, debe transformarse para ofrecer “cuatro aprendizajes fundamentales que en el transcurso de la vida serán para cada persona, en cierto sentido, los pilares del conocimiento: aprender a conocer; aprender a hacer; aprender a vivir juntos; y por último, aprender a ser”.
En segundo lugar, debe implementarse la formación inicial y parvularia a nivel nacional, de modo que todas las niñas y niños se incorporen a la escuela desde los tres años de edad, pues esos primeros años son fundamentales para el desarrollo cognitivo y de habilidades básicas. Además, hay que garantizar que las escuelas e institutos sean entornos adecuados para el aprendizaje, mínimamente seguros, bien equipados, con laboratorios y acceso a la tecnología, con espacios para el deporte y la recreación, que permitan implementar el programa de Escuela Inclusiva de Tiempo Pleno. Los estudiantes y maestros deben disponer de más y mejores recursos didácticos. Es urgente también elevar el nivel académico de los profesores y mejorar sus salarios, pero a la vez implementar la evaluación del desempeño docente, incentivando a quienes destacan por su buena labor.
Hay que transformar el sistema de asignación de plazas para que sea en base al mérito y a la especialidad requerida, y no permitir el doble turno. Facilitar la renovación del cuerpo docente y el retiro de aquellos maestros que han alcanzado la edad de jubilación. Implementar un programa de formación para los directores de los centros escolares e institutos, que les permita adquirir competencias de gestión, planificación y evaluación, esenciales para una buena dirección. Por supuesto, todos estos cambios requieren de inversión. En la campaña de la pasada elección presidencial, los candidatos prometieron elevar el presupuesto de educación hasta el 6% del PIB; a la fecha, la asignación ronda el 3%. Si esto no cambia, si no se da un giro revolucionario en la educación de nuestro país, seguiremos condenados a la pobreza, a la desigualdad y al rezago.