Hasta hace poco, el llamado Triángulo Norte, conformado por Guatemala, Honduras y El Salvador, contrastaba con una Nicaragua relativamente pacífica, aunque no con menos corrupción y autoritarismo que sus vecinos. Como la migración nicaragüense era hacia al sur, hacia Costa Rica sobre todo, y motivada por la economía, no despertaba el recelo o los insultos de insensatos como Donald Trump. Pero hoy son más de cien las personas asesinadas en Nicaragua por fuerzas estatales. Lo que parecía una balsa de aceite reventó de pronto cuando la población vio cómo los grupos de choque sandinistas apaleaban ancianos que protestaban por una rebaja en el monto de su pensión. Los jóvenes se rebelaron manifestando ciudadanamente su deseo de justicia y democracia, y el Gobierno de Daniel Ortega respondió con violencia y represión.
El número de muertes crece, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha tenido que emitir medidas cautelares para proteger la vida de monseñor Silvio Báez y la Compañía de Jesús ha solicitado protección para el rector de la UCA de Managua, el padre Alberto Idiáquez. El papa Francisco ha sido enfático al afirmar que se une a sus “hermanos obispos de Nicaragua expresando el dolor por las graves violaciones, con muertos y heridos, realizadas por grupos armados para reprimir protestas sociales”. Y posteriormente ha exigido que cese toda violencia y se aseguren las condiciones para retomar el diálogo.
En Centroamérica, los miembros del Ejército que participan en labores de seguridad y la Policía están listos para afirmar que solo disparan sus armas como último recurso y en defensa propia. Sin embargo, en Honduras dispararon sistemática e innecesariamente contra quienes se manifestaba contra el fraude electoral que permitió la reelección de Juan Orlando Hernández en la Presidencia. En Guatemala, es fácil recordar los asesinatos que procedían de la misma Policía, en los que incluso participó uno de sus directores. Las ejecuciones extrajudiciales en El Salvador han sido cuestionadas con claridad por la relatora de ejecuciones extrajudiciales de las Naciones Unidas. Y ahora Nicaragua se une a la irracional dinámica de muertes motivadas por dinero, poder, menosprecio y abandono de los pobres, y odio autoritario hacia los que defienden la igual dignidad de todos los seres humanos.
Necesitamos una Centroamérica diferente, y para ello deben unirse cada vez más sus pueblos. En el istmo no hay una zona, triángulo o cuadrilátero de violencia, pobreza y desesperación. Lo que existe es una profunda desigualdad unida a un extremado autoritarismo de las élites. Una situación que no es viable, aunque se disfrace formalmente de democracia. Los técnicos en economía suelen decir que la pobreza ha disminuido y que la desigualdad ha sido al menos frenada. Pero al mismo tiempo crece la conciencia crítica sobre una desigualdad que, haya disminuido o no, es brutal. La gente quiere paz, pero la desigualdad lleva siempre a la confrontación. Lo que ha sucedido en Nicaragua es un ejemplo claro. El régimen de Ortega maltrata a los ancianos desde la fuerza política y la fuerza bruta, y cuando los jóvenes protestan, dado que la juventud tiene más vitalidad, los reprime con mayor violencia.
Es siempre la desigualdad violenta del fuerte contra el débil la que crea víctimas. Las historias y las causas concretas difieren en Guatemala, Honduras, Nicaragua y El Salvador, pero en el fondo está la tendencia autoritaria y en ocasiones brutal a reprimir el disenso. Un recurso que busca ignorar que, como dice el poeta hondureño Roberto Sosa, “los pobres son muchos, y por eso es imposible olvidarlos”. Cuando además la conciencia ciudadana crece, la desigualdad y la opción estatal por la represión se vuelven explosivas, tal como ha sucedido en Nicaragua, cerrándole a Daniel Ortega y a Rosario Murillo las posibilidad de continuidad en el poder. La brutalidad puede prolongarse un tiempo, pero pelear contra la conciencia de los pueblos nunca da resultado. Ortega y Murillo deberían saberlo, pues fue esa conciencia la que llevó al derrocamiento de Somoza. Ahora Ortega está en el lugar de Somoza, aunque frente a una conciencia popular más acelerada que la que echó al tirano en 1979.