En este momento en que en el país abundan tanto los insultos y los falsos alegatos moralistas, urge no perder de vista los valores humanos. Valores como verdad, justicia y libertad no son solamente instrumentos de crecimiento personal individual, sino que sustentan relaciones sociales sólidas, armoniosas y constructivas. Sin embargo, cuando los valores se instrumentalizan para justificar beneficios o ventajas particulares, separando a las personas e impidiendo el diálogo, pierden su dimensión esencial y se corrompen, y las actuaciones de quienes así obran pasar a ser, más allá de lo que predican, sistemáticamente amorales e incluso con frecuencia inmorales. Eso está sucediendo en un recinto donde los valores deberían ser más patentes: la Asamblea Legislativa.
En las sesiones de la comisión encargada de analizar las asignaciones de fondos por parte de las anteriores legislaturas, se suele derrochar tergiversaciones, frases aprendidas de memoria, vacías alabanzas a la moralidad social. Todo ello a fin de desprestigiar y atacar a los entrevistados. Una estrategia perversa que se complementa con los comentarios procaces que supuestos simpatizantes del Gobierno vierten en los chats de las transmisiones en vivo de las sesiones. Los diputados y las barras de troles buscan la humillación y derrota del contrario, no un diálogo racional y abierto, mucho menos hacer verdad. La moralidad notoria de la que habla la Constitución queda sustituida por un espectáculo exento de valores. Todos los diputados están obligados a ser ejemplares tanto por su promesa de cumplir la Constitución como por ser administradores de la cosa pública, que debe ser ética si quiere ser democrática.
La humillación y el escarnio poco tienen que ver con una lucha real contra la corrupción. Más bien la corrupción crece con celeridad cuando la prepotencia del poder se convierte en ley de la república. Aristóteles, en su libro sobre la política, afirma que la base de todos las instituciones ciudadanas es la amistad, y que es ese sentimiento el que lleva a las personas a convertirse en seres sociales. Esa es la razón, insistía, por la que “la comunidad política tiene, ciertamente, por objeto la virtud y la felicidad de los individuos y no solo la vida común”. Por la vía del conflicto no se llega nunca a la virtud ni a la felicidad. Las lógicas y dinámicas de aniquilación del contrario son parte de un pasado al que no hay que volver, bajo ninguna circunstancia. El Salvador necesita que sus urgentes problemas se aborden desde la racionalidad y el respeto, en estricto apego a los derechos y valores humanos.