Porque los principales focos de covid-19 están en las ciudades y en los barrios de mayor densidad poblacional, apenas se habla de los campesinos. Sin embargo, sería grave olvidarlos. Ellos constituyen un poco más del 15% del total de trabajadores del país, por lo general tienen un tipo de trabajo muy cooperativo a nivel familiar y son los que pueden proveer seguridad alimentaria a nivel nacional, a pesar de ser, en conjunto, el sector más afectado por la pobreza. Por ello, las familias, las cooperativas y las micro, pequeñas y medianas empresas dedicadas al servicio agroalimentario deben ser beneficiarias de un plan de estímulo productivo, al igual que los pescadores artesanales.
El crecimiento de la pobreza previsto para América Latina a causa de la pandemia, que afectará también con fuerza a El Salvador, obliga a planificar el futuro alimentario. Invertir en quienes producen alimentos, favorecer y facilitar sus redes de suministro, y garantizar la producción interna es clave para enfrentar y frenar el aumento de la pobreza que nos acecha. En un país tan volcado a la importación, la pandemia nos recuerda la importancia de la seguridad alimentaria. Si no se invierte en quienes producen los alimentos y se les mantiene en la pobreza, forzándolos a la migración hacia la ciudad o hacia los países desarrollados, el futuro, ya hipotecado por este tiempo de enfermedad, podría volverse terriblemente duro.
La tasa de empleo informal agrícola ronda en el país el 80%. Aunque la producción de alimentos es una tarea esencial para mantener la vida y, en ese sentido, no tendría que estar sujeta a restricciones, el confinamiento y la dificultad de movilización impiden en muchos casos el acceso a implementos básicos como abonos y herramientas, al tiempo que dañan la capacidad de suministro. La informalidad, la pobreza y la falta de seguridad social y de servicios de salud dificultan aún más el trabajo de los campesinos. La juventud que vive en el agro sufrirá un aumento de su marginación, dado que los jóvenes son los que tienen tasas más altas de trabajo informal en el área rural. Y la escolaridad de los niños, pese a algunos esfuerzos del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, resultará severamente afectada, y podrían ser obligados a trabajar en labores agrícolas para apoyar a la familia. Las campesinas verán aumentar sus tareas de cuido, al permanecer más personas recluidas en el hogar.
Es indispensable implementar medidas que garanticen la cadena de suministros de productos agrícolas y apoyar con transferencias de alimentos o monetarias a los trabajadores informales del sector en momentos estacionales de escasez de trabajo, así como ofrecerles microseguros y financiamiento para la producción de alimentos. El apoyo con donación de semilla y materiales para la siembra debe sistematizarse todavía más. Favorecer medidas de protección frente a la pandemia dedicadas especialmente al sector agrícola; disponer de planes de apoyo específicos para los sectores más vulnerables del campo (mujeres, jóvenes y niños); apoyar sistemas de venta directa del productor al consumidor; y favorecer el trabajo con salario decente en el campo son medidas concretas que el Gobierno debería tomar ante la emergencia actual, sin esperar a que la crisis social y económica estalle como fruto de la crisis sanitaria.
El Salvador es un país de origen y tradición campesina. Una buena parte de las costumbres se generaron en el campo. Todavía es muy difícil encontrar a alguien de veinte años que no haya tenido algún abuelo o abuela vinculado al mundo rural. Sin embargo, los Gobiernos y los empresarios agrícolas se han caracterizado por lo general por despreocuparse por la situación del trabajador del campo. Cuando la pandemia nos muestra la importancia de la seguridad alimentaria, cuando el calentamiento global nos indica la necesidad de prevenir y cuidar la naturaleza, así como la importancia de garantizar el aporte alimentario, es tiempo de volver los ojos hacia el campo, reparar injusticias e invertir en el campesinado.