Las medidas de Donald Trump contra los migrantes deben leerse con lentes electorales; todo lo que dice y hace hay que situarlo en el contexto de su campaña por la reelección. Su discurso no se dirige a todos los potenciales votantes ni a los indecisos; su blanco son los sectores más conservadores, los más radicales, aquellos que, como él, creen que los migrantes, sobre todo los que provienen de países pobres, son una amenaza para los auténticos estadounidenses: los blancos anglosajones. Para ellos, un migrante está vinculado per se a la violencia, el narcotráfico o el terrorismo. La dureza y crueldad de las medidas antiinmigrantes de Trump buscan agradar a esos votantes, los mismos a los que hace cuatro años prometió un muro físico infranqueable financiado por los mexicanos.
En pos de su elección, Trump repite que es necesario asegurar las fronteras. En términos prácticos, eso significa dos cosas: por un lado, aumentar y acelerar las deportaciones, y, por otro, disminuir las solicitudes de refugio. Para lo primero, el Gobierno estadounidense ha planteado la extensión del programa de deportación acelerada, que hasta ahora se aplica para expulsar, en un plazo de 14 días, a los migrantes capturados en la zona de la frontera sur. Trump pretende que el programa se aplique en cualquier parte de Estados Unidos a los migrantes indocumentados que no puedan comprobar que han permanecido en el país por al menos dos años de manera continua, contados desde la fecha en que fueron declarados inadmisibles. La consecuencia de esta medida es que ampliará los poderes de las autoridades de migración para que puedan deportar sin que el proceso pase por juez.
La segunda estrategia, disminuir las solicitudes de refugio, contempla la acción extrema de cerrar los puntos de ingreso en la frontera sur en los que los migrantes se presentan a solicitar refugio. El Gobierno de Trump busca que los migrantes soliciten asilo fuera del territorio estadounidense, en lo que llaman un “tercer país seguro”. A esto se debe el empeño del mandatario en que México y Guatemala acepten ser países seguros, amenazándolos con imponerles aranceles e impuestos en caso de negarse. La administración estadounidense ya anunció que rechazará las peticiones de asilo de los migrantes que lleguen a la frontera sin haber puesto la solicitud en el tercer país seguro por el que transitaron en su viaje hacia el norte. Esta política se aplicaría también a migrantes menores no acompañados.
En el fondo, el objetivo de todo lo anterior es simplemente cerrar la puerta a los migrantes, sin importar las causas que los llevan a dejar sus países. Un cierre de puertas inhumano cuyo estrépito busca granjearse las simpatías de los sectores más conservadores de la sociedad estadounidense. Sin embargo, la xenofobia y el racismo de Trump podrían pasarle factura. Las imágenes de más de 70 religiosos y feligreses arrestados en el Capitolio por manifestarse en contra de las medidas antinmigrantes son solo una muestra de un rechazo que se va extendiendo. En nuestro país, también cada vez son más las voces que se alzan en defensa de los migrantes. El reciente comunicado de la Conferencia Episcopal sobre el tema desnuda la discriminación, humillación y criminalización de los migrantes por parte de Tump. Bien haría el Gobierno salvadoreño en sumarse a ese coro. Limitarse a formular recomendaciones para no migrar es incoherente con la realidad de El Salvador y el apoyo que merece su gente.