El caso de Kilmar Ábrego, el salvadoreño deportado arbitrariamente por Trump y regresado a Estados Unidos por orden judicial, sacó a relucir la práctica de la tortura en el sistema carcelario de Bukele. Ábrego refirió ante el juez estadounidense los malos tratos y las torturas que sufrió en el régimen de aquel. Rápidamente Bukele descalificó su testimonio por provenir de un criminal. De paso, volvió a la carga contra la prensa y “el derruido sistema judicial occidental”, esta vez, por convertir al “malo” en “víctima”.
Desconoce que “el criminal” tiene derecho a defenderse en ese sistema judicial que desprecia, un derecho que su justicia le niega. Otra cosa es que diga o no verdad. En la justicia occidental, nadie es considerado “criminal” hasta que ha sido hallado culpable por un tribunal. La consistencia de las pruebas aducidas determina la veracidad de la defensa del acusado. El sistema judicial de Bukele condena y sentencia a los acusados sin prestar atención a su defensa.
La práctica de la tortura en sus cárceles está ampliamente probada. Los cadáveres que salen de ellas llevan su huella. Los testimonios de quienes logran salir libres lo confirman con detalles espeluznantes. Y varios organismos nacionales e internacionales llevan registro de las numerosas violaciones de los derechos humanos. Uno de estos últimos coloca a El Salvador entre los seis países más “proclives” a la tortura.
A diferencia del testimonio de Ábrego, el desmentido de Bukele carece de credibilidad. Las imágenes que difundió lo muestran en un sitio que no está destinado a recluir pandilleros. Por tanto, Ábrego no es el pandillero que Trump presenta en sus tribunales, ni el criminal cuyo testimonio Bukele desautoriza. Además, las fechas de las imágenes no coinciden con las de su paso por el Cecot.
Las cárceles de la dictadura utilizan la humillación y el terror como reparación vengativa de crímenes reales y supuestos. Siendo la tortura una práctica aceptada en el país, el responsable último no debiera incomodarse cuando se habla de ella. Negar los malos tratos y el tormento es, prácticamente, imposible. En este caso, la reconocida habilidad del régimen para manipular la información no consigue limpiarle la cara.
La reacción inmediata y contundente de Bukele contrasta con el silencio ante la revelación del intento de deserción de su carcelero jefe. Este es un asunto interno, pero el testimonio de Ábrego tuvo lugar en un tribunal estadounidense; si este lo acepta, se convierte en verdad judicial, cuyas consecuencias jurídicas son impredecibles. Precisamente, para evitar una situación embarazosa en el exterior, pidió el retorno de los líderes de las pandillas con quienes negoció la reducción de los homicidios y los votos.
Inesperadamente, la evolución del caso Ábrego deja mal parados a Trump y a Bukele. Aquel, aunque tuvo que llevarlo de regreso a Estados Unidos, se empeña en acusarlo criminalmente y amenaza con deportarlo. En su sinrazón, ofreció privilegios a pandilleros ya condenados por la justicia para que testificaran contra Ábrego. Bukele insiste en negar uno de los componentes esenciales de su sistema carcelario. No puede prescindir del maltrato y la tortura, porque el modelo descansa en la violación de los derechos humanos, una de las características de la mano dura.
Pese a ello, la mala publicidad que ha transformado la creación más “grandiosa” y hermosa” de América Latina en despreciable y repugnante le molesta mucho. Bukele pretende que la violación sistemática de los derechos humanos sea reconocida como justa reparación por los daños causados. De esa manera, golpea despiadadamente al “lobo” para desagraviar a “las ovejas” ultrajadas. Aunque el ajuste de cuentas es cada vez más aceptado en el mundo actual, solo encuentra aprobación en los sectores amantes de la violencia.
Esa no es la única alternativa. Existen medios eficaces y racionales para combatir el crimen organizado. Pero toman tiempo en arrojar resultados y exigen personal íntegro y capacitado, y dinero. Así es como Estados Unidos capturó a los líderes de las pandillas salvadoreñas que operaban en su territorio, los mismos que le ha entregado a Bukele, en España tampoco han prosperado por la misma razón. Pero tiempo es lo que Bukele no tenía. Necesitaba resultados inmediatos para legitimar el régimen autoritario. Tampoco dispone de personal preparado y menos inmune a la corrupción.
La prioridad de su modelo de seguridad no es la tranquilidad de la ciudadanía ni agenciarse su respeto, sino desplegar teatralmente la fuerza represiva del poder, una particularidad de la arrogancia. No debiera, pues, extrañarse ni enojarse cuando la realidad de sus cárceles se ventila en el exterior. Tampoco porque lo que considera “bueno” sea censurado por “malo”. Debiera aprender de su colega Trump, a quien le tiene sin cuidado lo que digan.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.