La justicia restaurativa es una corriente jurídica que surge a finales de los ochenta para satisfacer demandas en casos de violaciones a derechos humanos. Enfatiza en la sanación y reparación de las víctimas; en este sentido, no promueve el encarcelamiento de los victimarios, sino que insiste en que la justicia sirva para reparar los daños causados y que las partes se involucren en el proceso. Además, le exige al Estado que se implique decididamente— mediante políticas públicas— en la reconciliación de la sociedad.
La UCA, a través del IDHUCA, impulsa desde 2009 la justicia restaurativa mediante la instalación de un tribunal que cada año se conforma con juristas de América Latina y de España. En este espacio, sobrevivientes de masacres ocurridas en El Salvador durante la guerra civil, familiares de las víctimas y testigos de crímenes contra civiles narran lo sucedido en sus comunidades, identifican culpables y expresan a la sociedad su deseo de reparación y justicia.
El primer Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa en El Salvador se instaló en la capilla de la UCA en 2009; en 2010, se llevó a cabo en Suchitoto; y en 2011 se trasladó a Arcatao, Chalatenango. Este año se desarrolló del 21 al 23 de marzo en el parque ecoturístico Tehuacán, de San Vicente, con la ayuda de la Coordinadora Nacional de Comités de Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos durante el Conflicto Armado.
Los casos presentados están relacionados con las masacres en El Cañal, El Campanario, Guajoyo, Conacastada, La Cayetana, Santa Cruz Paraíso y Junquillo. Y el Tribunal estuvo integrado por los españoles José María Tomás y Tío (magistrado y presidente de la Fundación por la Justicia de Valencia), José Ramón Juániz (abogado y presidente de Abogados del Mundo de Valencia) y María Rosario Valpuesta (doctora en Derecho por la Universidad de Sevilla); las brasileñas Carol Proner (doctora en Derecho Internacional por la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla y coordinadora del Programa de Derechos Fundamentales y la Democracia de UniBrasil) y Suelli Aparecida Bellato (abogada y vicepresidenta de la Comisión de Amnistía de Brasil); y los salvadoreños Gloria Giralt de García Prieto y Julio Rivera, víctimas de la impunidad en El Salvador.
“Vimos correr la sangre de nuestros hijos, la sangre de nuestro pueblo”
José María Tomás y Tío inició la sesión del 22 de marzo recordando que “el Tribunal se realiza con el deseo de que la verdad reaparezca en El Salvador y se haga justicia”. Y para ello, “la mejor restauración que se le puede dar a las víctimas es escucharlas y respetar su testimonio”. Fue así como se le pidió a Nicolasa Rivas que subiera al estrado y relatara lo que vivió entre 1980 y 1982, cuando habitaba en La Cayetana, San Vicente. Con voz quebrada, la mujer narró cómo huyó de su casa para poder sobrevivir a la operación que el Ejército ejecutó en la zona. En su desesperación, solo pudo tomar en brazos a su niña de dos años, y corrió entre los matorrales para ocultarse de los soldados. Así pasó varios días, confiada en que su esposo también hubiera huido llevándose consigo a sus otros cinco hijos. Sin embargo, los niños no tuvieron la misma suerte: a su regreso encontró los cuerpos quemados de dos de ellos; los otros tres aún están desaparecidos.
Sobre la mesa del jurado yacían unas ramas espinosas, similares a las que Nicolasa utilizó para esconderse y sobrevivir a la persecución. Al igual que ella, José Cornelio Chicas afirma que, pese a las heridas que le causaban ese tipo de plantas, las espinas salvaron su vida. José fue uno de los sobrevivientes de la masacre del 14 de marzo de 1981, en el Junquillo, en la zona norte de Morazán. El coronel Alejandro Cisneros estaba al mando del operativo en el que soldados del destacamento militar de Sonsonate dispararon durante 15 minutos desde los cerros hacia el cantón. Luego, la tropa descendió al poblado y masacró a sus habitantes, violando a las mujeres antes de asesinarlas. Murieron setenta personas, entre niños, mujeres y ancianos. Esta masacre, como muchas otras, fue parte de la política castrense denominada “tierra arrasada”, cuya objetivo era exterminar totalmente a la población civil por considerarla colaboradora de la guerrilla. “Según ellos, era como quitarle el agua al pez”, comentó Chicas, mientras secaba sus ojos con un pañuelo.
A sus 58 años, José aparenta 80. El día de los hechos, vivía con su madre, su esposa y cuatro hijos (el menor tenía veintidós días de nacido) en el Junquillo. Su madre le pidió que huyera porque los soldados andaban buscando a los hombres, y él decidió esconderse en los cerros. En varias ocasiones estuvieron a punto de encontrarlo. Con los días, consiguió llegar a casa de un vecino, quien le dio la noticia de la masacre. “Todo ese día estuve sobre una piedra, no sabía qué hacer (…) habían matado a toda mi familia (…) ya no tenía fuerzas para seguir (…). Desde allí veía a los zopilotes sobrevolando mi casa”. José no tuvo el valor de regresar al pueblo, sobre todo después de enterarse de que los cerdos se estaban comiendo el cuerpo del más pequeño de sus hijos, Pedro.
El testimonio conmovió a los asistentes no solo por la crueldad de los hechos, sino por la fortaleza de Chicas al exigir justicia. “Como sobreviviente, le pido al Estado que se haga justicia, que esas personas se presenten frente a nosotros, los victimarios, y nos pidan disculpas (…) ya que vimos correr la sangre de nuestros hijos, la sangre de nuestro pueblo. Yo estoy dispuesto a perdonar a esa gente, pero tengo que verla, quiero que me digan por qué mataron a mi Pedrito”.
En esta edición del Tribunal, como en años anteriores, los nombres de Roberto D’Aubuisson y Domingo Monterrosa salieron a relucir debido a su rol protagónico en la persecución militar de los años de la guerra. A juicio de Tomás y Tío, “este país no tiene ningún derecho a mantener viva la memoria de quienes fueron los autores intelectuales de crímenes tan graves, negándose así a rendir homenaje a quienes han sido realmente las víctimas”.
Repercusiones psicológicas
En el último día del Tribunal, el 23 de marzo, la dinámica se centró en los relatos y testimonios sobre torturas. José Sosa y David Menjívar denunciaron haber permanecido privados de libertad por casi dos años, sin que se les hiciera juicio previo o se les informara cuáles eran los cargos que se les imputaban. Ambos fueron torturados por miembros del Ejército y la extinta Policía Nacional. Y hablaron sobre los mecanismos de tortura utilizados por sus victimarios: golpearlos hasta hacerlos perder el conocimiento, privarlos de comida y agua, torturarlos psicológicamente y amenazarlos de muerte.
Por la tarde, se dio espacio a Óscar Ayala, psicólogo a cargo de los estudiantes de la Licenciatura en Psicología de la UCA que colaboraron con el Tribunal. Él y el grupo de jóvenes dieron apoyo psicológico a las víctimas desde el momento en que el IDHUCA comenzó la etapa de entrevistas e investigaciones, hasta que se efectuaron las sesiones del Tribunal. Para Ayala, tanto las víctimas de masacres como las de torturas sufren trauma psicológico a raíz de las experiencias que atravesaron, sucesos que cambiaron por completo sus vidas. Sin embargo, estos traumas no se expresan de forma similar; por eso, es necesario dar apoyo personalizado para lograr una gradual superación de estos.
Los estudiantes universitarios hicieron la presentación de un informe sobre los daños psicológicos y emocionales con los que las víctimas deben lidiar: alteraciones emocionales, tristeza, sentimientos de culpa, estados depresivos y autoinculpación por los hechos ocurridos (algunas de las víctimas, por ejemplo, piensan que merecían la tortura). “Toda medida de restauración es terapéutica y beneficia a las víctimas”, aseguró Ayala. En este sentido, las víctimas agradecen que se les escuche y que, después de tantos años, se les haga saber que es necesario exigir justicia y hacer públicos los crímenes que sufrieron. “Poder expresar y hablar sobre lo que pasó causa un efecto terapéutico, pues se les devuelve el estatus de personas que les fue arrebatado”, agregó el psicólogo.
“La última palabra la tienen las víctimas”
En la fase de cierre del Tribunal, Benjamín Cuéllar, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA), tomó el micrófono para hacer una breve reseña histórica sobre la posición de los últimos Gobiernos en torno a la restauración de las víctimas. Cuéllar también señaló el contexto internacional en el que se dio el conflicto armado salvadoreño, como un elemento fundamental para comprender por qué los procesos para buscar justicia se estancaron desde el inicio.
Luego, el vicerrector de Proyección Social, Omar Serrano, leyó una carta del P. Jon Sobrino dirigida a los asistentes: “No tengo nada que decir que las víctimas no sepan mejor que nadie (…) Pero mirar a las víctimas nos puede ayudar a todos a sentir vergüenza de pertenecer a este mundo inhumano y cruel”. Finalmente, José María Tomás y Tío dijo que como los autores de los hechos no quieren enfrentarse con la verdad, “la última palabra la tienen las víctimas”.
El evento fue clausurado con un acto artístico en el parque central de Tecoluca. Mientras los participantes del Tribunal se dirigían al lugar, en el recinto donde se relataron los testimonios quedó colgada una manta: “Más vale que no tengas que elegir entre el olvido y la memoria”.