Estos 200 años de historia demuestran, con abundante evidencia, que desde la independencia el país ha sido gobernado por élites que han usado al Estado para beneficio propio, dando la espalda a las legítimas aspiraciones de la población. Las mayorías han padecido condiciones históricas de pobreza, exclusión, desigualdad socioeconómica y violencia estructural. Y todo intento de la población de demandar el respeto a sus derechos humanos y exigir justicia social fue siempre acallado con violencia. Ello llevó a una guerra civil fratricida que dejó decenas de miles de muertos, miles de desaparecidos y un enorme sufrimiento que sigue latente en muchas familias salvadoreñas.
Los Acuerdos de Paz abrieron la oportunidad de reconstruir el país pensando en el bien común. En lugar de ello, se impuso el neoliberalismo, la impunidad cobró carta de ciudadanía y el país volvió a ser tierra fértil para la violencia y la criminalidad. Los avances en la democracia electoral no fueron acompañados por el fortalecimiento del control del ejercicio del poder ni por la democratización social y económica. La población vio cómo las promesas de prosperidad de Arena no se cumplieron y el cambio prometido por el FMLN no llegó; y se hartó de los políticos y de sus partidos, de su corrupción, incapacidad y falta de voluntad para procurar una vida digna, con desarrollo, seguridad, justicia y paz para todos.
Sin embargo, gracias a los Acuerdos, El Salvador experimentó avances importantes en democracia electoral, en el establecimiento del Estado de derecho, en el respeto a los derechos humanos y en la lucha contra la corrupción. En la última década en particular, se dieron pasos en el control del poder a través de la Sala de lo Constitucional, la sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia y el Instituto de Acceso a la Información Pública.
El camino emprendido no lleva a la democracia. En la víspera del bicentenario, la población se ilusionó con la promesa electoral de Nayib Bukele de cambiar la historia y poner en el centro del quehacer político las necesidades de la gente. La mayoría de la ciudadanía votó por él, tanto en 2019 como en 2021, porque creyó que sería una alternativa realmente distinta a los partidos tradicionales, que gobernaría con honestidad y trabajaría por el bienestar de la población. Sin embargo, con la narrativa de que todo lo pasado es malo, el presidente ha promovido cambios que encaminan al país hacia un autoritarismo creciente, en lugar de hacia una mayor democratización.
Supeditar la Asamblea Legislativa a los designios presidenciales; destituir inconstitucionalmente a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al fiscal general, y nombrar sustitutos cuya mejor credencial es la obediencia al Ejecutivo; desmantelar el Instituto de Acceso a la Información Pública; reservar la información de prácticamente todos los gastos del Estado; negar el financiamiento a los gobiernos locales; forzar la reelección presidencial continua, a pesar de su clara inconstitucionalidad; poner fin a la ya frágil independencia del poder judicial; acosar a los periodistas y a los medios de comunicación no son decisiones democráticas ni responden a un mandato del electorado. Argumentar que el voto ciudadano da licencia para cualquier tipo de cambio, incluso los que socavan la democracia, es una falacia. La centralización de todo el poder en una persona, o un pequeño grupo de personas, es el primer y más evidente indicio de un Gobierno autoritario.
El problema económico. La Cepal estimó que nuestro país cerró 2020 con 4 de cada 10 habitantes viviendo en pobreza. Si bien los problemas de la economía salvadoreña son estructurales y vienen de lejos, la pandemia de covid-19 y las acciones del Gobierno los han agravado. La crisis económica se refleja en el exorbitante nivel de deuda pública con relación al PIB. La configuración de la estructura productiva y la inequidad fiscal facilitan la concentración de la riqueza en muy pocas manos, condenando a la exclusión a la mayoría. De allí que cerca del 30% de la población haya emigrado a otro país y que la pobreza, el desempleo, el subempleo y la informalidad laboral afecten a más del 60% de las familias que viven en territorio salvadoreño.
La promesa de implementar una reforma fiscal progresiva ha quedado en nada. Hasta ahora, ninguna de las acciones del Gobierno se encamina a enfrentar los problemas estructurales de la economía. Esta se ha mantenido a flote solo gracias a las remesas de la diáspora y al trabajo tenaz de quienes construyen su vida acá.
La decisión de declarar el bitcóin como moneda de curso legal, además de ser la medida más impopular del Gobierno, puede significar el tiro de gracia a la ya crítica situación económica nacional y familiar debido a la volatilidad de la criptomoneda y a una posible desdolarización. El Ejecutivo se ha preocupado más por desmentir las críticas a la medida que por explicar sus beneficios.
La violencia y delincuencia asedian a la población. La actual política de Estado en el campo de la seguridad ciudadana se debate entre un desconocido Plan de Control Territorial que apuesta por el protagonismo del Ejército y un pacto con los cabecillas de las principales pandillas del país que ha permitido disminuir los homicidios, pero que deja a las comunidades bajo el control pandilleril. Con ello, el Gobierno repite el mismo error que sus predecesores: entiende la criminalidad y la violencia como asuntos de seguridad nacional cuando en realidad son problemas sociales que hunden sus raíces en la histórica exclusión y marginación socioeconómica de la mayoría de la población y en una cultura machista y autoritaria. La historia demuestra con creces que sin cambios estructurales que permitan la inclusión, la igualdad de oportunidades y promuevan una cultura de paz, la violencia no terminará nunca; la represión es incapaz de solucionar el problema endémico de la violencia.
El drama de la migración. Junto a la economía informal y los caminos subterráneos de sobrevivencia, la migración es una de las principales opciones de la población para encontrar una salida a la crisis que vive el país. La emigración y el desplazamiento forzado son provocados por un sistema económico y social incapaz de generar alternativas para su población, y por un ambiente de asedio de las pandillas, la delincuencia común e incluso las fuerzas de seguridad.
La crisis ambiental se agrava. El Salvador tiene el 90% de sus aguas superficiales contaminadas (MARN); es el segundo país del continente más deteriorado ambientalmente y el segundo más deforestado de América Latina (Cepal); uno de los más afectados por el cambio climático; el más próximo a sufrir estrés hídrico (Tribunal Internacional del Agua). Pese a ello, el Gobierno autoriza permisos de construcción en zonas de recarga hídrica, apuesta por grandes proyectos de infraestructura sin tomar en cuenta su grave impacto medioambiental. En lugar de proteger el medioambiente, no suscribe el acuerdo de Escazú, desprecia una propuesta de ley general de aguas consensuada por amplios sectores de la sociedad civil, niega la ratificación del derecho humano al agua y al saneamiento en la Constitución, y pretende eliminar, como en todas las esferas del Estado, la participación ciudadana en las decisiones sobre el agua.
Una educación que no cumple su función. Si se juzga a la educación nacional a partir de los resultados de la PAES, la tasa de abandono escolar, la baja matrícula en tercer ciclo y la aún menor en la educación superior, o el promedio de 7 años de escolarización de la población, el veredicto es poco alentador. El sistema educativo no ofrece las competencias necesarias para incorporarse exitosamente al mundo laboral ni contribuye a nivelar las inequidades económicas y sociales. Para muchas familias, los obstáculos para estudiar pesan más que los beneficios de la formación. La urgencia de sobrevivir y la inseguridad hacen que la educación no sea prioridad para muchas familias.
Urge un cambio de rumbo. Para que exista una verdadera democracia, la división e independencia de los poderes es indispensable. El imperio de la ley solo se logra con la autonomía del Ministerio Público y con el nombramiento de jueces probos y capaces. La democracia avanza con el fortalecimiento del Estado de derecho y de las instituciones de control del Estado, con la autonomía de los órganos electorales a fin de que garanticen transparencia y legitimidad en las elecciones, con una ley de partidos políticos que permita la fiscalización del financiamiento que reciben y su democratización interna. El Salvador camina en sentido contrario.
Para mejorar la economía del país hay que atender la baja capacidad productiva, lo que supone articular a los diversos sectores (industria, agricultura, manufactura, comercio, servicios, etc.) así como invertir en el agro, que genera el 18% de los empleos. Es urgente la transformación de la organización de la economía de manera que genere empleos dignos, estables y bien remunerados. Conviene mejorar la productividad, generar incentivos para la protección ambiental y revisar la calidad del gasto público, entre otras medidas.
La redistribución de la riqueza y la superación de la pobreza pasan necesariamente por una política de impuestos progresiva y por fortalecer la recaudación tributaria. Para ello es necesario eliminar los privilegios fiscales, introducir el impuesto al patrimonio y a la propiedad inmobiliaria, y revisar aquellos gravámenes que cargan sobre los sectores populares, para que los que tienen más paguen más.
En lo que a la educación respecta, el mayor desafío es igualar las oportunidades de desarrollo, lo cual requiere una transformación tanto de estructuras como de personas, que propicie la participación de la familia, la comunidad y los docentes en la toma de decisiones, y posibilite que las escuelas enfrenten exitosamente su contexto y ofrezcan una educación de calidad.
A la fecha, el Gobierno no ha implementado ninguna medida orientada a la superación de la pobreza ni a la justicia social. Como alertó la Conferencia Episcopal de El Salvador en un comunicado a propósito del bicentenario, estamos ante “un nuevo status quo fundamentado en acciones contrarias al derecho y la justicia, cuyos frutos en consecuencia no serían en beneficio para nuestro amado país”.
La conmemoración de los 200 años de independencia coincide con la hora más crítica de la presente administración debido a su descrédito ante la comunidad internacional y al creciente descontento social. Cuando se cierran las puertas a la justicia y se vuelve imposible recurrir a la institucionalidad para contrarrestar los abusos de poder y la violación a la ley, la población busca la manera de hacerse escuchar, tal como sucedió con la multitudinaria marcha ciudadana del 15 de septiembre. Atribuir las expresiones de descontento a actores extranjeros o a la ignorancia de la gente va contra el sentir popular, es una muestra más de que se gobierna de espaldas a la población y la realidad.
El inicio de un nuevo siglo de independencia debería aprovecharse para emprender un proyecto que rompa con la exclusión, la desigualdad y la corrupción, no solo para cambiar los protagonistas de esas dinámicas. Un proyecto que beneficie a las mayorías y que tenga al pueblo como su verdadero protagonista; que construya el destino de la nación a través de un sistema en verdad democrático; y que garantice el pleno goce de los derechos humanos de todos y cada uno de los salvadoreños.
Antiguo Cuscatlán, 30 de septiembre de 2021