El poder genera una adicción difícil de vencer. Por esa razón, la institucionalidad democrática establece pesos y contrapesos y, en especial, provisiones para impedir que alguien se instale en él indefinidamente. Estas medidas cautelares son comprensiblemente un estorbo insoportable para los adictos al poder, que no descansan hasta removerlas. Esta adicción, como la del alcohol y las drogas, ejerce una atracción casi irresistible e insaciable. Entre más se tiene, más se quiere. De ahí que la acumulación de poder sea un esfuerzo interminable. El adicto es un inconformista de alguna manera consciente de que su empeño es absurdo. La caducidad de todas las realidades intramundanas es un obstáculo insalvable, que le impide saciar su hambre de poder. Todos sus afanes, incluida la represión, se estrellan contra la apertura de la realidad que se le escapa. Al final, el fracaso aguarda al adicto.
La búsqueda del poder absoluto es un vicio devastador, que devora energías, destruye la autoestima, nubla el entendimiento, enturbia la visión y desemboca en insensateces. El adicto promete mucho, inicia obras y luego las abandona para volver a prometer y así repetir el círculo. Se vale de buenas palabras, a veces incoherentes, a veces mentirosas, para justificar lo injustificable. Un ejemplo clamoroso es la repetida promesa de perseguir la corrupción. Más allá de acusar y encarcelar a unos cuantos adversarios y desleales, la podredumbre permanece, aun cuando su hedor envenena el ambiente. La conducta de adicto se rige por la lógica fría del poder, que desconoce la sensibilidad, la generosidad y la compasión. En su afán por conquistar el poder total, se deshumaniza y deshumaniza su entorno. La relación con los demás es enfermiza, incluso patológica.
Un revulsivo eficaz para la adicción al poder, además de los controles de la institucionalidad democrática, es la consideración de la muerte. El poder y sus prerrogativas, como la riqueza y la popularidad, no caben en el ataúd. Estos duran lo que dura el poderoso. El adicto, como cualquier ser humano, es caduco. La caducidad no es primariamente concebida, sino sentida profundamente. Por eso, el poderoso busca cómo prolongarse en las obras y la memoria. Pero el autor de aquellas se olvida con el tiempo; solo unos pocos lo recuerdan. La memoria es corta. La desmemoria, tan útil en el presente para no reclamar el cumplimiento de las promesas, para no pedir aclaración de las contradicciones y para no exigir explicación de los desaciertos, en el futuro se vuelve contra el poderoso. En fin, el trabajo para alcanzar la eternidad por sí mismo es inútil.
El adicto al poder está convencido de ser dueño de todo y de todos. Pero justamente sucede lo contrario. El poder lo mantiene encadenado y a su servicio. No es libre como cree, sino su esclavo. El poder lo mantiene alerta para no perderlo y acrecentarlo. No lo deja tener sosiego, lo mantiene intranquilo. La posibilidad de ser destituido o traicionado lo hacen presa de la ansiedad. Las cadenas sofocan su libertad, deterioran su salud y, en definitiva, lo deshumanizan. El miedo lo vuelve pesimista ante el futuro. La inseguridad lo hace intolerante. Siempre echa la culpa a los demás y provoca conflictos y violencia. La probabilidad de que el edificio construido con tanto esfuerzo se derrumbe en cualquier momento lo angustia.
Bien mirada, la adicción al poder es locura. El adicto es una especie de Sísifo moderno, que, por más que se esfuerce, no alcanza la cima del poder absoluto. La fallida conspiración para que un cartel mexicano capturara a uno de los líderes pandilleros más destacados antes que Estados Unidos es el último ejemplo de esa insensatez. Otro destacado pandillero engañó a unos desesperados investigadores del crimen organizado. La adicción somete a una lucha desgastante, impulsada por el miedo a la muerte. El adicto persigue seguridades que se desvanecen en el momento mismo en que se apodera de ellas.
El poder es una gran responsabilidad, que obliga a preguntar constantemente por su finalidad. Correctamente entendido y ejercido, abre la posibilidad para hacer el bien a los otros. El poder responsable se ejerce como un servicio universal, sin ninguna discriminación. Su recompensa es hacer la vida más llevadera a los demás. Esto es, precisamente, lo que el adicto no comprende. Su poder, en vez de ser bendición o hacer bien a muchos, lo mete en un callejón sin salida. Puede que el adicto tenga mucho poder, pero es igualmente infeliz.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.