La Constitución de El Salvador afirma desde el inicio de su texto que el Estado está al servicio de la persona humana. Así, sin distinciones ni matices. Y por eso mismo asegura para todos la salud, la educación, la seguridad, el bienestar económico y la justicia social. Sin embargo, quienes nos han gobernado en el pasado y nos gobiernan ahora han sido incapaces de cumplir con las afirmaciones constitucionales. Al fin, y después de mucho trabajo de la sociedad civil, el Estado ha entregado los restos de seis campesinos asesinados en mayo de 1980 en la masacre en el río Sumpul y Las Aradas. En algo tan sencillo e indispensable humanamente como devolver los restos mortales de víctimas inocentes y seres queridos, el Estado ha tardado 42 años. Y solamente lo ha hecho con las familias de muy pocas víctimas. A nivel judicial, el caso de El Sumpul continúa estancado. Los jueces y la Fiscalía tienden a dejar el trabajo de investigación en manos de la sociedad civil, despreocupándose de cumplir con sus obligaciones. La entrega de cadáveres de personas asesinadas injustamente debería de ir acompañado de una petición de perdón estatal y de otras formas de reparación. Muy poco de eso hubo. Los parientes de las víctimas celebraron una misa en la parroquia de la UCA y se volvieron con sus pequeños féretros para su original Chalate.
En el país conservamos una idea del Estado errónea. Tendemos a pensar que es el gran patrón que da de beneficios a sus amigos y a quienes le respetan. E incluso pensamos que algunos funcionarios con cargos importantes, civiles o militares, tienen más derechos que cualquier ciudadano. Por eso el autoritarismo y la violencia estatal han sido verdaderas plagas en el funcionamiento estatal. Las actuales capturas de jóvenes, con frecuencia indiscriminadas, son una muestra más de que esa concepción del Estado todopoderoso y gran patrón no solo sigue presente, sino que trata de permanecer sin crítica. La persecución del delito no puede hacerse prescindiendo de la ley. Detener a inocentes solo porque son jóvenes, viven en zonas marginales o caminan cerca de soldados que tienen la orden de llenar una cuota de detenidos es incompatible con una Constitución como la nuestra, apoyada en los derechos humanos y que pretende establecer un Estado de derecho. Los delincuentes continúan siendo personas a pesar de sus delitos; generan, por tanto, obligaciones al Estado cuando este se ocupa de ellos, como por ejemplo en las cárceles. Pero el Estado-patrón tiende siempre a olvidarlo. Así lo demuestra el hecho de la prolongación del estado de excepción por la simple razón del caos creado en los tribunales por el excesivo flujo de personas y por la dificultad e incluso incapacidad de la Fiscalía de dar trámite a tanto caso.
Definitivamente, el Estado tiene que poner un alto a este modo de tratar a la ciudadanía. Debe investigar el delito, mejorar la capacidad de la Fiscalía —infradotada para la función estatal que tiene— y aumentar la capacidad de investigación de la Policía, así como corregir con mayor energía a los agentes que incumplan normas y procedimientos. A la ciudadanía se la debe tratar con respeto. Detener para llenar cuotas, además de ilegal e inconstitucional, es una total falta de respeto a las personas. Como lo es también el grito intemperante de un ministro que se atrevió a decir que cualquiera que se manifestara el 1 de mayo, como tantos sindicalistas y gente de bien lo han hecho desde hace tantos años, sería tenido como un defensor de las pandillas. Acusar de defensores de criminales, de terroristas y de pandilleros a todos aquellos que piden respeto al Estado de derecho y a los derechos humanos es una ofensa a la Constitución y a todas las personas que quieren vivir en coherencia con las leyes. Las acusaciones del ministro parecen más las amenazas de un capataz de finca que la de alguien que debe defender la Constitución. Aumentar la capacidad de diálogo y escucha de los funcionarios se ha vuelto una de las necesidades más urgentes de El Salvador.