Los diputados siempre nos sorprenden con su bajo nivel no sólo intelectual, sino político. Poner la lectura de la Biblia en la escuela como uno más entre los remedios a la actual violencia y delincuencia no deja de ser asombroso. Qué textos se van a leer, quiénes los van a interpretar y quién va a preparar a los maestros del sector público para que puedan hacer una selección de textos adecuados son preguntas que a los diputados no les interesan. El contexto nacional, con tanta diversidad de opiniones entre las Iglesias, con la presencia de grupos fundamentalistas que no dudan en afirmar que quienes no interpretan la Biblia como ellos van automáticamente al infierno aunque sean buenos ciudadanos, no parece dificultar la medida ni preocupar a los diputados.
¿Qué vamos a leer? Interesante sería el capítulo 25 del Levítico, que habla del derecho de rescate de la tierra y que la misma, incluidas muchas veces casas y otro tipo de propiedades, sea devuelta a los cincuenta años a sus dueños originarios. Imagínense los centros comerciales siendo entregados a quienes hace cincuenta años eran propietarios de los terrenos donde están edificados. Seguro que lo que dice el mismo libro bíblico y otros sobre el perdón de las deudas le vendría muy bien al ciudadano, pero no tanto a los bancos y sus tarjetas de crédito. Y qué tal una lectura continuada de la oración de María en Lucas, cuando asegura que Dios llenará de abundancia a los pobres y a los ricos los despedirá vacíos. ¿O vamos a vaciar de sentido esas partes de la Biblia y a leer sólo lo que nos convenga?
El tema de la riqueza aparece muy debatido en la Biblia. En el libro de los Proverbios se presenta con frecuencia como una bendición de Dios. Los profetas, en cambio, suelen criticar con mucha dureza a los ricos de Israel. En el Nuevo Testamento, aunque no se condena la riqueza en sí misma, aparecen textos duros contra los ricos, como el que afirma que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico se salve. ¿Alguien va a explicar el sentido de estos textos o se dejará que al final cada uno entienda lo que le dé la gana?
Podemos leer también la parte del anatema como método de eliminar a los enemigos. O los caprichos del rey Saúl que exigía a David que le trajera los prepucios de sus enemigos. ¿Lo vamos a aplicar al presente? Cuando mataron a los jesuitas y muchos pedíamos justicia, no faltaban los que nos recetaban frases bíblicas en los periódicos diciendo "la Justicia es mía, dice Jehová" (ni siquiera sabían citar bien el nombre bíblico de Yahvé en el Antiguo Testamento). En base a esa frase, se nos decía que pedir justicia era sembrar odio, y que debíamos dejarle la justicia a Dios. Ante crímenes de otra especie no faltan también quienes dicen que la pena de muerte está contemplada en la Biblia, y por tanto es buena. ¿Vamos a llevar el debate a la escuela? ¿O vamos a tratar de venderle a los niños una Biblia que se usa a la propia conveniencia y capricho? ¿Se puede ser cristiano pacifista, seguidor del que murió en la cruz prefiriendo que lo mataran a matar, y al mismo tiempo seguir vendiendo y portando armas? Algunos dirán que sí desde la Biblia. Otros no lo creemos.
No basta con leer la Biblia; es necesario orarla e interpretarla. Utilizarla como base para negar la teoría de la evolución de las especies, por poner un solo ejemplo, no es más que una muestra de fanatismo y de ignorancia. Ojalá todos los cristianos la leyéramos con mayor frecuencia, mayor atención y reflexión, y con una más seria aplicación a nuestras vidas y a nuestro entorno social. Pero una lectura de siete minutos dedicada a niños, sin reflexión ni diálogo, es lo menos pedagógico que se puede dar. Y, a la larga, puede tener un efecto negativo. Porque en religión lo impuesto, rutinario y no reflexionado acaba con frecuencia provocando reacciones adversas de rechazo.
Por otra parte, no conviene imponer lo que no se practica. Si los diputados antes de tomar decisiones importantes dedicaran media hora a leer públicamente algunos textos bien seleccionados de la Biblia, podríamos pensar que hay cierta coherencia con su normativa. Pero cuando los vemos tan preocupados por dinero y camionetas del año, por computadoras personales o por dietas y aumentos de salario, o por asistir a invitaciones y cocteles de todo tipo, advertimos un cierto contraste con el Evangelio, que recomienda no preocuparse demasiado por lo que han de comer o vestir. El peligro es grande de que se les aplique aquello de guías ciegos que quieren guiar a otros ciegos.
La fe cristiana es pacifista, no violenta, servicial, responsable y enormemente solidaria con los más pobres y los que sufren cualquier tipo de dolor o discriminación. Las Iglesias, a pesar de la debilidad de sus miembros, tienen la enorme responsabilidad de anunciar el Evangelio y dar testimonio de la fe cristiana tanto en el ámbito privado como en el público. Desde la fe cristiana y desde el compromiso personal de los cristianos se puede y se debe incidir en la política y transformar la realidad injusta en que vivimos. Pero desde un sano pluralismo. Imponer obligaciones religiosas no es tarea del Estado. Ojalá esta sociedad nuestra, tan poco solidaria —como lo demuestra año tras año la diferencia en el ingreso entre ricos y pobres—, lograra más coherencia entre la fe cristiana de la inmensa mayoría de nuestra población y la justicia social, tan en déficit en El Salvador. En el campo de la justicia social es donde tienen nuestros diputados que responder, en vez de entrar en campos en los que su ignorancia brilla en exceso.