Ya en el pasado se habían realizado capturas masivas, pero nunca con la dimensión y tamaño de las llevadas a cabo en estos casi 20 días de estado de excepción. La exhibición de lo detenidos —generalmente poniendo en primera fila a las personas tatuadas para que la gente identifique como mareros a todos los capturados— muestra una tónica estigmatizadora contraria a la justicia y a la famosa presunción de inocencia. La negación de acceso a un abogado, los procedimientos judiciales con reserva, la falta de información a los familiares son más propios de una guerra contra un enemigo que de un sistema judicial democrático. ¿Era indispensable en la lucha contra el crimen este modo de actuar tan enfrentado a la normalidad democrática? Algunos podrán decir que sí, insistiendo en que a un golpe sin precedentes de las pandillas (62 asesinatos en un día) había que contestar con otro golpe sin precedentes. La tendencia de muchos a asumir como óptima política criminal el viejo adagio bíblico “Ojo por ojo, diente por diente” parecería darle la razón a las medidas gubernamentales.
Sin embargo, el discurso del ojo y el diente es la peor política criminal que puede implementarse, la que tiene consecuencias más desastrosas. Porque la justicia tiene que construirse siempre sobre la verdad de los datos objetivos. Convertir la justicia en redadas generales, negando derechos básicos a los detenidos, es reconocer la incapacidad de investigar y signo de que se renuncia a la justicia en favor de la venganza ciega. Aspirar a que la justicia se base exclusiva y prioritariamente en la venganza contradice todos los avances más serios de la tradición jurídica humanista y, por supuesto, de la tradición cristiana de la misericordia y la solidaridad con las víctimas. Porque la venganza, por muy justa que se quiera presentar, no es más que una forma de violencia que continúa generando violencia. Y además olvida realmente a las víctimas, que, más que venganza, necesitan seguridad y reparación. Si a la venganza se suma una Policía y una Fiscalía presionadas para cumplir cuotas de detenciones y un sistema judicial que no es independiente, obligado a condenar sistemáticamente, se abre la puerta a la arbitrariedad y a la creación de nuevas víctimas. Lo que decía Roberto Sosa (poeta hondureño) hace más de 50 años se está reviviendo en El Salvador: “Entré en la Casa de la Justicia de mi país y comprobé que es un templo de encantadores de serpientes”.
Con frecuencia hemos dicho que los castigos generales son injustos. Lo son en la educación y en todos los ámbitos de relación humana. Si además los castigos se dan preferencialmente en una zonas geográficas marcadas por la marginación y por el olvido de parte del Estado, no hay duda de que vienen marcados por una especie de racismo económico y social. Demasiadas de las últimas detenciones tienen las características de un castigo. Y se ensañan con la gente de bajos recursos. Justos y pecadores van todos en el mismo paquete rumbo a las bartolinas. Yerran quienes creen que las cárceles, en las que se reduce la comida y se priva del sol y la comunicación, son el remedio para el crimen. Desde hace muchos años tenemos unas cárceles profundamente inhumanas, plagadas de hacinamiento, enfermedad, violencia y muerte. Nunca las cárceles han podido solucionar el problema de la violencia. Es cierto que la represión puede rebajar momentáneamente la acción criminal, pero lo único que la combate con eficacia es el desarrollo humano generalizado, la profesionalización de la Policía y la Fiscalía, y un sistema judicial independiente y liberado de presiones y corrupción. Con las capturas masivas, un buen número de ellas arbitrarias, como se ha ido comprobando con el pasar de los días, estamos abandonando el camino inteligente que deberíamos recorrer si quisiéramos realmente erradicar la violencia. Tal vez el número excesivo de guardaespaldas ciega en los poderosos la visión de la realidad.