Consumo y sociedad

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José M. Tojeira
24/08/2009

Nos decían recientemente que El Salvador es uno de los países que figura bastante arriba en un índice de consumo internacional que establece una relación entre el Producto Interno Bruto y el consumo nacional. En el caso nuestro aparecemos consumiendo más de lo que producimos.

Aparentemente, el deseo de consumir, especialmente en aquellos que no tienen nada o casi nada, no se ve como un mal. Un consumo informado, adecuado a las propias necesidades y dentro de una lógica de vivir con dignidad y mantener modos de vida que puedan producir una felicidad básica, no es malo en absoluto.

Sin embargo, hay una tendencia al consumismo que sí es peligrosa e incluso nociva para el desarrollo de un país. Y es la tendencia a consumir de tal manera que ni se ahorre, ni se invierta productivamente, ni se preocupe uno por la necesaria solidaridad con quienes tienen graves carencias. Un consumo despreocupado y derrochador en un contexto en el que hay pobreza en abundancia, hambre incluso en algunos sectores, convierte a nuestra sociedad en un reflejo de la parábola evangélica del rico sin nombre y el pobre Lázaro. Y así como no dudamos en achacar al rico sin nombre una verdadera pobreza moral, que se refleja en el relato evangélico en una condenación eterna, así también deberíamos mirar críticamente a nuestra propia sociedad.

Tenemos en efecto unos hábitos de consumo, muchas veces inducidos por los diversos sectores que en el país tienen liderazgo, que no son buenos para El Salvador. Y no son buenos porque son desiguales, porque incitan al derroche, porque no racionalizan el consumo de algunos productos básicos ni los ponen al alcance de toda la población, y porque superan nuestra capacidad de producir.

A veces se ataca a quienes hablan contra el consumismo pensando que la tierra puede producir todo lo que el ser humano necesita; hay demasiada hipocresía detrás de esas aseveraciones optimistas. Los países ricos, y a veces los pobres, están demasiado preocupados por reducir la natalidad, especialmente en el Tercer Mundo, para evitar supuestas crisis. Pero no se preocupan de racionalizar el propio consumo. Todavía hoy China tiene unos índices de consumo once veces menores a los Estados Unidos. Pero si China e India alcanzaran los niveles de consumo gringo, los recursos mundiales se acabarían muy rápido. Y pasando de lo macro a lo micro, en El Salvador, algunos patrones de consumo del 20% con mejores ingresos no pueden ponerse como ejemplo de desarrollo para todo el pueblo salvadoreño. Y lo que no puede ponerse como ejemplo universalizable con frecuencia divide e impide la cohesión social.

La gente sigue marchándose a Estados Unidos no sólo porque hay graves problemas económicos en nuestra tierra, sino también porque los patrones de consumo de las élites están tan publicitados, son tan conocidos y se parecen tanto al consumo del Primer Mundo, que quienes no pueden alcanzarlos aquí se sienten tentados de marcharse hacia lo que solemos llamar "el sueño americano".

Por supuesto, no se trata de proponer entre nosotros una reducción drástica del consumo; se trata de que todo el mundo pueda consumir lo necesario para su desarrollo y su felicidad básica. La diferencia de consumo entre países muy grandes puede llevar a una severa crisis mundial en la medida en que las grandes potencias quieran igualarse en su capacidad de consumo. Pero la diferencia de consumo entre los diversos sectores de un país pequeño como el nuestro puede llevar a otro tipo de crisis: la crisis de la corrupción, de la violencia rampante, de la falta de cohesión social. Un poco más de austeridad en los sectores pudientes, una mayor ayuda a la racionalización del consumo y un mejor reparto de la riqueza son también caminos necesarios para este El Salvador nuestro tan lleno de necesidades sin cubrir.

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