Conversión ecológica

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El 22 de abril se celebró el Día Internacional de la Madre Tierra, que, según Naciones Unidas, tiene como propósito sensibilizar acerca de los problemas que afectan al planeta. Pensando en ese objetivo, bueno es tener presente la necesidad de seguir estudiando e interiorizando los contenidos de la encíclica del papa Francisco Laudato si, considerada una carta magna tanto porque es un verdadero tratado sobre el medioambiente como por asumir un nuevo modelo ecológico, según el cual todos los seres son interdependientes y están en relación. Se supera así el antropocentrismo negativo que supone que los seres solo tienen valor en la medida en que se subordinan al ser humano. En este sentido, una de las ideas fuerza de la encíclica es la siguiente: “Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos”. Ahora bien, ¿cuáles son las convicciones, actitudes y formas de vida que implica este tipo de conciencia? Veamos lo que el papa propone en esta encíclica.

Primero, exhorta a encarar lo que le está pasando a nuestra casa común. En este sentido, la carta señala como principales problemas la contaminación y el cambio climático (que afectan cotidiana y progresivamente a personas, pueblos y naturaleza), la cuestión del agua (aspecto de primera importancia, porque es indispensable para la vida humana y para sustentar los ecosistemas terrestres y acuáticos), la pérdida de biodiversidad (de selvas, bosques y especies), el deterioro de la calidad de vida humana y la degradación social (por los efectos del actual modelo de desarrollo y la cultura del descarte), la inequidad planetaria (uso desproporcionado de los recursos naturales por algunos países ricos, en detrimento de las mayorías pobres) y la debilidad de las reacciones frente a esta realidad (debido a la prevalencia del interés económico sobre el bien común).

Estas realidades, según el papa, “provocan el gemido de la hermana tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo”. A pesar de la demencia humana expresada en la escandalosa inequidad, la expoliación, la violencia exacerbada, la depredación sin límite y el consumo irracional, Francisco afirma que no todo está perdido, “porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan”. De ahí que propone otra forma de habitar la casa común, que ha de traducirse en nuevas convicciones, hábitos y formas de vida.

En esta línea, a la llamada “ciudadanía ecológica” le corresponde el deber de cuidar la creación; en principio, con pequeñas acciones cotidianas que tengan una incidencia directa e importante en la protección del ambiente. Se habla de “evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar solo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias”. Para el obispo de Roma, “no hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar”.

Desde la perspectiva de la inspiración cristiana, Francisco propone algunas líneas de espiritualidad ecológica. En primer lugar, recalca los comportamientos de gratitud y gratuidad, “es decir, el reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos”. Habla de un nuevo modo de estar en el mundo, ya no sobre las cosas, sino junto a ellas. Por ello, la espiritualidad ecológica “implica la amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal”. En consecuencia, el ser humano ya “no entiende su superioridad como motivo de gloria personal o de dominio irresponsable, sino como una capacidad diferente, que a su vez le impone una grave responsabilidad que brota de su fe”.

Y en la línea de lo que en su momento proponía Gandhi (“necesitamos vivir simplemente para que otros puedan simplemente vivir”), la encíclica es enfática al plantear la urgencia de un retorno a la simplicidad, la sobriedad y la humildad, que permita “detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos”.

En el escenario de la ecología de la vida cotidiana, el papa reconoce el desempeño central que puede tener la familia. En este sentido, recuerda que en ella “se cultivan los primeros hábitos de amor y cuidado de la vida, como por ejemplo el uso correcto de las cosas, el orden y la limpieza, el respeto al ecosistema local y la protección de todos los seres creados. […] En la familia se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir gracias como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y a pedir perdón cuando hacemos algún daño”.

Apostar por otro estilo de vida, por una “conversión ecológica”, es la clave de la encíclica para que repensemos nuestro modo de estar en la realidad y caigamos en la cuenta de que “hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo”.

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