Recientemente, ha ocupado espacio en los periódicos el caso que inculpa a algunos militares en el tráfico de armas. Como de costumbre, vemos más el escándalo de que hayan traficado con armamento que el problema de las armas en El Salvador. El tráfico de estos militares es secundario al lado de la cantidad de armas que hay en el país. Y salvo algunas campañas — realmente bien diseñadas, por cierto— contra la tenencia de armas que hubo en un pasado ya lejano, nada se ha reflexionado formal y oficialmente sobre este grave problema. La abundancia de armas, tanto de tenencia legal como ilegal, es exagerada. Lo mismo que el número de homicidios, que supera lo que podríamos definir como una triple epidemia. Y lo impresionante es que más del 80% de los asesinatos se cometan con armas de fuego, sin que casi nadie se cuestione el problema de la abundancia de las que circulan y el gran número de personas que tienen licencia de tenencia y portación de armas.
Las armas son ciertamente un mal. Pero dado que es imposible erradicarlo en nuestra sociedad, es imprescindible concentrar la tenencia en las menos manos posibles y mantener, además, una supervisión exhaustiva sobre quienes las portan. No es posible que a principios de este siglo fuéramos en algún momento uno de los principales importadores de armas cortas en el mundo. Un estudio reciente insistía en que así como las drogas suben hacia el Norte, las armas bajan legalmente hacia el Sur, sembrando de muerte y crímenes nuestras tierras. Enfrentar el problema del exceso de armas en El Salvador es urgente si nos tomamos en serio la necesidad de bajar el número de homicidios. No es la única medida, pero sí es una de las cinco más importantes. Rechazarla es simple y llanamente apostar por la continuación de los homicidios.
Y no sirve decir, como se repite hasta la saciedad, que las armas son necesarias para que los buenos ciudadanos se defiendan. En un altísimo porcentaje, los verdaderos buenos ciudadanos no saben manejar bien las armas. De modo que el simple hecho de tenerlas entraña un peligro. Pero, además, quien debe defender a los ciudadanos es el Estado, y no esa especie de matonería que a veces se nos pega viendo películas. El argumento a favor de las armas en manos de buenos ciudadanos es absurdo, porque si realmente se creyera en él, habría que dotar de armas a un alto porcentaje de personas. A no ser que se asuma que los buenos ciudadanos no llegan al 70% u 80% de la población salvadoreña. En general, está demostrado que entre más armas de fuego haya en la calle, hay más homicidios. Y por supuesto no está demostrado que quienes tengan armas sean los mejores ciudadanos. Otra cosa es que una mezcla de ridículo machismo con intereses económicos nos quiera decir lo contrario. Uno de los sociólogos y pensadores contemporáneos más agudos, Pierre Bourdieu, decía que "la virilidad es un concepto eminentemente relacional, construido por y para los hombres, y en contra de la feminidad, en una especie de miedo a lo femenino y en primer lugar a sí mismo". En otras palabras, y aplicándolo a los que se sienten más cuando tienen un arma, el que se crea más macho por estar armado al final de lo único que no está seguro es de su hombría, como tampoco de su racionalidad y sentimientos.
Las armas en manos privadas son un peligro. Es cierto que es difícil despistolizar a El Salvador. Pero hay que reducir sistemáticamente el número de armas en la calle y en manos privadas. Se les debe dar un papel mucho más activo en esta tarea a los agentes del CAM, además de mantener formas de control de parte de la PNC. La legislación tiene que ayudar en este proceso. El arma de fuego no es una prolongación de la personalidad ni un derecho inalienable unido a la para algunos sacrosanta propiedad privada. El arma de fuego es un peligro. Un peligro que con frecuencia les gusta más a quienes están peor preparados sicológicamente para portarlo. La racionalidad y la conveniencia pública, en este sentido, indican que armas solamente deben tenerlas y portarlas aquellas personas que están sujetas a entrenamiento y control permanente, y vinculadas a los cuerpos de seguridad del Estado. Incluso las grandes compañías de seguridad privada deben tener un control mucho mayor y en el futuro —ojalá que próximo— sufrir una revisión que limite calibres y capacidades de portar armas según sean las tareas que se les encomienden. No es necesario que todo vigilante, por el hecho de serlo, tenga que ir armado. "Armas ni de juguete", decía la inteligente campaña lanzada en El Salvador hace algunos años. Renovar este tipo de campañas, en vez de gastar dinero en publicidad de supuestas obras del Estado o de los gobiernos municipales, sería mucho más inteligente y positivo. Esa fiebre de gastar dinero presumiendo de lo poco que se hace es ridícula y parte de la estupidez subdesarrollada de nuestros políticos. Tener campañas educativas de los ministerios en los medios de comunicación, y no autopropaganda, haría más fácil y honroso dar cuenta de los egresos públicos cuando el ciudadano pregunte cuánto se gasta en eso.