La ausencia de ética en la política lleva con frecuencia a pensar que lo único que le está vedado a un funcionario es cometer un crimen. En el caso de los diputados, incluso hay delitos que si no son graves, están de algún modo amparados por la ley. En efecto, la Constitución protege de tal manera a los diputados que sus delitos leves solo pueden ser juzgados cuando termina el período legislativo para el que fueron elegidos. Para iniciar un juicio a un diputado, además, se necesita un proceso de antejuicio en el que sus colegas de partido son jueces y parte defensora. De este modo, un legislador puede injuriar, hacer comentarios impropios o insultantes, comportarse como un misógino consumado, disparar un arma el día de su cumpleaños en estado de ebriedad, o cometer cualquier otro disparate, sin que tenga mayores consecuencias. Y lo que se dice de los diputados se traslada a otros cargos y posiciones políticas. Nuestra costumbre es recurrir a la presunción de inocencia, aunque las pruebas en contra sean abrumadoras. No importa que se mienta o que se falte paladinamente a la ética.
Ante estos comportamientos deberíamos aprender no solo de otras formas y modos de hacer política, donde los propios implicados piden perdón por cualquier frase incorrecta, sino también de lo que es normal en las democracias desarrolladas: deducir responsabilidades. Tenemos ejemplos tanto en la política como en la sociedad civil. Valgan al respecto los casos de sendas decisiones tomadas la semana pasada por la NBA y el fútbol español. El comentario racista de Donald Sterling, dueño de Los Ángeles Clippers, le ha costado la prohibición de por vida de asistir a los partidos de la NBA. Su comentario no constituyó un delito, ni en su defensa se aludió al alegato de que la presunción de inocencia se mantiene hasta ser vencido en juicio. Simplemente bastó la grabación de un comentario racista en una conversación privada, pero que implicaba un claro desprecio y deseo de marginación hacia los afroamericanos, para que se le dedujeran responsabilidades y se le sancionara. Lo mismo ha sucedido con el joven que le arrojó un banano a Dani Alves: perdió el trabajo y se le prohibió de por vida la entrada al estadio del Villarreal.
En El Salvador, el caso de Francisco Flores muestra la terrible falta de cultura democrática. El simple hecho de que un cheque de una donación internacional fuera a parar a un banco de las Bahamas, paraíso fiscal amado por los evasores de impuestos, requería una explicación inmediata y clara. No hacerlo, o dar una explicación insuficiente, implicaría una expulsión del partido político en cualquier país con verdadera cultura democrática. Y por supuesto, simultáneamente, una investigación judicial. Acá, tuvo que intervenir el Presidente de la República con denuncias televisadas para que el asunto caminara. Y aun así, sabiendo que el cheque había ido a parar a las Bahamas, su propio partido lo defendió hasta que unas declaraciones del propio Flores lo incriminaron como presunto delincuente. Todavía hoy se acude a la presunción de inocencia para no expulsarlo del partido, cuando la cadena de acontecimientos en torno al caso evidencia una irresponsabilidad y falta de ética absolutas. Y su presunta huida del país deja poco margen para considerar algún talante ético del expresidente.
Los partidos políticos no tienen comisión de ética o, si la tienen, es una instancia que funciona como una especie de tribunal político, más dedicado a perseguir la disidencia interna que la falta de ética. Ante la tendencia a contratar parientes de funcionarios en el poder, endémica en casi todas las grandes instituciones del Estado, no hay comisión de ética del partido gobernante que diga nada. Mucho menos ante el acoso sexual, todavía muy presente en algunas entidades públicas, o frente a las frases machistas. Solo la sociedad civil, y no siempre, queda con la responsabilidad de alzar la voz ante la falta de ética de un buen número de políticos. La mentira en ese ámbito es simple costumbre, sin que haya más repercusiones que el descrédito personal ante unas pocas personas. La afirmación, tan grave como increíble, de que más de diez mil presos habían salido a votar en la elección pasada quedó como simple grito de rabieta del perdedor. Pero no se demostró nada al respecto ni se pidió perdón por lo que sin duda fue falso, además de ser un atentado contra la inteligencia de nuestra gente.
Es tiempo de pensar ya en lo que llamamos deducción de responsabilidades. No se puede insultar, mentir, acosar, endosar cheques a las Bahamas, ocultar a la opinión pública los gastos en propaganda como si fueran temas de seguridad nacional, pasar sobresueldos que no son registrados en la contabilidad del Estado sin que pase nada. Los partidos deberían ser los más interesados en deducir responsabilidades de los mentirosos, machistas, calumniadores, encubridores de datos a los que los ciudadanos tenemos derecho. Defender a quienes faltan a la ética, que ha sido más costumbre política que lo contrario, no crea sino decepción y falta de confianza entre la ciudadanía. Aprender a deducir responsabilidades políticas no es difícil. Basta con llegar a la conclusión de que quienes falten a la ética en un partido político no deben ostentar cargos públicos ni partidarios. Y a la larga, si queremos estabilidad política y desarrollo, la ética tiene que avanzar en el mundo de la política. La ética y la deducción de responsabilidades, cuando no se cumple con la primera.