El 10 de diciembre se celebró el Día de los Derechos Humanos. Esta fecha tiene su origen en 1950, año en que la Asamblea General de las Naciones Unidas invitó a todos los Estados y organizaciones interesadas a que el 10 de diciembre se conmemorara la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, establecida en 1948. Esta contemplaba que el desconocimiento y menosprecio de los derechos humanos había originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad; y proclamaba, como aspiración más elevada, el advenimiento de un mundo donde los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfrutaran de la libertad de palabra y de creencias.
Para este año, la cuestión que acapara la atención es el derecho de todas las personas, sin distinción de sexo, edad, grupo étnico, posición social, enfermedad o discapacidad, a hacer oír su voz en la vida pública y a ser incluidos en el proceso de adopción de decisiones políticas. Ahora bien, si consideramos este "hacer oír su voz" desde la perspectiva de los que carecen de lo básico para vivir, desde los que no tienen palabra ni libertad, es decir, desde los que han visto negada su dignidad, podríamos decir que uno de sus principales gritos sigue siendo su derecho a tener esperanza como fuente dinámica y operante de transformaciones sociales y económicas que no terminan de lograrse. Esperanza en la justicia social, en la defensa y lucha por los derechos de los pobres, en la justicia ecológica.
Hay, al menos, tres formulaciones emblemáticas de ese derecho a la esperanza que vale la pena tener en cuenta cuando se habla de derechos humanos desde las diversas formas de pobreza que encontramos en el mundo de hoy. La primera viene de la tradición bíblica y es recordada de forma enfática en el tiempo litúrgico presente, conocido como Adviento. Este se caracteriza por ser el tiempo del deseo, de los anhelos, del nuevo comienzo, de la soledad convertida en solidaridad, de las transformaciones radicales. El profeta Isaías lo describe de manera magistral: "Aquel día, los sordos oirán las palabras de un libro; los ojos de los ciegos verán sin tinieblas ni oscuridad; los oprimidos volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se gozarán en el Santo de Israel; porque ya no habrá opresores y los altaneros habrán sido exterminados. Serán aniquilados los que traman iniquidades, los que con sus palabras echan la culpa a los demás, los que tratan de enredar a los jueces y sin razón alguna hunden al justo" (Is 29, 18-21).
El profeta nos hace ver el mundo como Dios lo ve (o espera verlo), pero también como Dios lo ama y lo quiere recuperar. Por eso, el Señor se constituye en protector del pobre y del desvalido. De manera concreta, se constituirá sobre todo en protector del huérfano, de la viuda y del extranjero: tres categorías de personas particularmente expuestas al abuso y a la explotación. La Biblia no conoce la expresión "derechos humanos", pero sí conoce el derecho de los oprimidos; Dios ha asumido su causa, haciendo justicia al oprimido, dando pan a los hambrientos y liberando a los cautivos.
La segunda expresión del derecho a la esperanza la exponemos con unos fragmentos del escritor uruguayo Eduardo Galeano. Él acostumbra decir que el derecho a soñar no figura entre los treinta derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron en 1948. Y con su creativa imaginación nos pregunta qué sucedería si el mundo, que está patas arriba, se pusiera sobre sus pies. Las cosas cambiarían de raíz: "La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar; los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas; los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas; el mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra por siempre jamás; la justicia y la libertad, hermanas siamesas, condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda; la Iglesia también dictará un undécimo mandamiento, que se la había olvidado al Señor: ‘Amarás a la naturaleza, de la que formas parte’". El sueño de Galeano, pues, tiene un carácter contracultural. No predice el futuro, sino que ve la realidad presente exenta de las miopías del orden predominante; hace oír la voz de la conciencia y la cordialidad con sus posibilidades y signos de vida nueva para ayudar al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer.
Finalmente, el derecho a la esperanza se expresa en la recuperación de la utopía de los pobres. Ignacio Ellacuría hablaba de la deshumanización palpable que produce la civilización de la riqueza, al abandonar la tarea de construir el ser por el agitado y atosigante productivismo del tener, de la acumulación de capital, de poder, de honor y de la más cambiante gama de bienes consumibles. Para superar ese tipo de civilización y sus males, Ellacuría proponía provocar una conciencia colectiva de cambios sustanciales y crear modelos económicos, políticos y culturales que hagan posible una civilización del trabajo, esto es, una civilización que no esté en función del capital, sino de la persona; que pueda ser válida para todos los seres humanos porque posibilita la vida digna sin exclusión. Más específicamente, habla de "comenzar de nuevo" un orden histórico, que haga de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo, y del acrecentamiento de la solidaridad compartida el fundamento de la humanización.
Desde la realidad histórica de que para millones de seres humanos los derechos universales no tienen vigencia efectiva, es necesario retomar el derecho a la esperanza. La esperanza surgida de la lucha por la vida y contra la muerte. Más aún, es necesario despertar a la esperanza y estar presto en todo momento para lo que todavía no es, pero que tiene no solo posibilidades, sino necesidad de realización: hablamos de garantizar la vida digna y la justicia para las distintas modalidades de pobres que viven en el mundo de hoy.