Diálogo, disenso y democracia

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Virginia Lemus
09/11/2018

Cuando se dice que El Salvador es un país violento, inmediatamente pensamos en la cantidad de muertos y desaparecidos por la violencia de guerra o de pandillas. Alguna gente piensa, incluso, en vacas muertas. La muerte suele ser, pues, nuestro único y omnipresente referente de la violencia, y esto, aunque comprensible, es sumamente ingenuo.

Esta violencia que nombramos como un todo absoluto está compuesta de un mosaico de comportamientos que varían entre lo hostil y lo brutal. Los actos, opiniones o emociones de los otros se descartan de tajo y sin remedio: tanto en el espacio público como el privado, lo que prima es la necesidad de imponerse. Esta anulación del otro es el inicio de una serie de dinámicas sociales que se manifiestan también en el ámbito de lo político.

En una sociedad sin diálogo, sin intercambio de ideas ni espacios que las fomenten, cualquier cuestionamiento, sin importar cuán legítimo sea, es visto como confrontación. El exigir de los candidatos un plan de gobierno o nombres para una posible conformación del gabinete es entendido como una imprudencia, como si la Presidencia de la República no fuese un cargo de elección popular y exigir que a quien ella aspira esté preparado para el cargo no fuese lo mínimo que se puede demandar.

La anulación del diálogo en la esfera pública también tiene otra consecuencia gubernamental más peligrosa, como la que hoy vemos en la Asamblea Legislativa: la Sala de lo Constitucional lleva meses acéfala y las distintas fracciones tratan el asunto como una transacción comercial: tras bambalinas, en reuniones a las cuales no tiene acceso ningún medio de comunicación, se determina bajo criterios desconocidos la idoneidad de candidatos cuya selección debería depender únicamente de criterios técnicos.

Como los candidatos presidenciales, los diputados también reaccionan con indignación ante la idea de tener que dar explicaciones sobre los cursos de acción que siguen. El diálogo y la negociación entre fracciones legislativas parece imposible cuando no es ese en realidad el caso: a lo que los diputados y candidatos presidenciales rehúyen es a la transparencia de sus acciones, misma que les es exigida tanto como funcionarios públicos como aspirantes a ello. No es descabellado exigir respuestas y acciones concretas y comprobables a quienes ostentan o buscan ostentar cargos de elección popular.

Solo Numan Salgado, diputado por GANA, tuvo el descaro o la honestidad suficiente de admitir en agosto pasado que la designación de magistraturas para la Sala de lo Constitucional poco tiene que ver con la capacidad técnica de los candidatos, sino con la distribución de cuotas de poder entre las distintas fracciones legislativas. Dicha afirmación debía haber sido un mea culpa, mas la aceptación de algo tan serio no ha tenido consecuencia alguna porque se la ve como normal: imponer candidatos por afinidad partidaria, no por su idoneidad para el puesto, es natural. Quien gana, impone. De eso parece tratarse la política.

No debería ser así. La política se trata de lo público, que es tal porque afecta a la totalidad de los salvadoreños y no únicamente a quienes conocen de la importancia de nombrar a un gabinete de gobierno capaz y a una Sala de lo Constitucional apartidaria e independiente. Cuestionar las decisiones de los funcionarios públicos y de quienes aspiran serlo no es una afrenta, sino un ejercicio legítimo de poder por parte de la ciudadanía, a quien se le ha hecho creer durante toda la posguerra que el único momento en que puede decidir algo es al votar.

La ciudadanía va mucho más allá. Consiste también en preguntar, debatir y disentir: no hay nada menos democrático que la imposición de opiniones, candidatos o funcionarios públicos. Pero en sociedades donde el poder se demuestra anulando al otro, la sola idea del disenso resulta confrontativa. No es gratuito, pues, que la rendición de cuentas y los debates públicos tengan poca cabida en la sociedad salvadoreña. Lo que hasta ahora se entiende por debate tiene más de certamen de exposición escolar que de ejercicio democrático. Sin espacios donde a los candidatos se les cuestione y demande respuestas concretas y propuestas claras, no queda espacio para la toma de posturas políticas que trasciendan la afectividad: el voto se basa en filias y no en argumentos.

Media vez gane mi bando, lo que sigue es imponer el criterio propio sobre los otros ámbitos de la gestión pública. Dado que todos los otros espacios de participación política han sido reducidos o anulados, los comicios adquieren un cierto talante revanchista: cuando gane el mío, aunque nada cambie, habré ganado yo. Quien abuse del poder, gestione a oscuras los recursos nacionales o decida arbitrariamente sobre los derechos de grupos vulnerables será el que yo he elegido y lo que importa es ganar, como si se tratase de un programa de concursos.

Pero a través de lo político se gestionan vidas y muertes. Accesos a salud, a procesos de justicia, a una educación de calidad, al agua, a la existencia misma. Nada de eso puede garantizarse para nadie de forma que excluya los intereses y la vida de otras personas con las que puede estarse en desacuerdo en cuestiones centrales. La muerte puede imponerse, pero las condiciones para la vida digna requieren consenso, negociaciones, transparencia y rendición de cuentas. Y para ello, para el gobierno de la vida, es necesario creer que el otro, el candidato opositor, el diputado de la fracción legislativa ajena, el vecino y la familia tienen, ante todo y de manera irrenunciable, igual derecho a la vida digna que yo.

* Virginia Lemus, de Vicerrectoría Académica.

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