La mentira descarada es normal en las comparecencias de los funcionarios de Bukele. ¡Qué más pueden hacer para mantener la ficción y el abultado salario y los privilegios de su cargo! Al de obras públicas se le hundió una colonia que en marzo dio por segura y Los Chorros se le derrumban como en los viejos tiempos. Los de la seguridad reiteran sin sonrojo que el país “vive una de las mejores etapas en el tema de derechos humanos” y que “en períodos anteriores no se vivía este clima de seguridad y respeto a los derechos de las personas, incluyendo a los detenidos” por la excepción. A la injusticia se suma el sarcasmo. Estos mensajeros omiten que ese “clima de seguridad” está reservado solo para la quinta parte de la población.
Otro funcionario alega temerariamente que la excepción no responde “al crimen siendo criminal, porque no lo estamos haciendo, ni lo vamos a hacer jamás”. Quizás por eso los certificados de los fallecidos en las prisiones atribuyen las muertes al “edema pulmonar”, aun cuando las huellas de la tortura y la desatención médica son evidentes. El funcionario pretende hacer creíble estas afirmaciones agregando que “trabajan cerca con otras instituciones para ‘respetar’ los derechos de los privados de libertad”. Una colaboración inverosímil con la llamada “justicia colectiva”, que pretende procesar judicialmente a los detenidos no individualmente, como ordena la jurisprudencia, sino en “grupos de delincuentes”, a menos que esas instituciones se hayan desentendido de los derechos humanos. El desparpajo alcanza la sublimidad cuando asegura que “primero renunciamos antes de mandar nuestras fuerzas del orden a ejecutar al que aparentemente ‘es pandillero’”. Así, pues, el funcionario reconoce que “ejecutan” al pandillero, pero no a quien solo lo aparenta.
Otro elemento del gabinete de seguridad parece querer salvar el pellejo delimitando sus responsabilidades. Según este funcionario, no capturan “solo por tener tatuajes”, pues están familiarizados con “los códigos de los tatuajes de todas las pandillas” y “las fuerzas del orden están capacitadas para distinguir entre el tatuaje delictivo y artístico”. En caso de duda, consultan el registro policial. Los testimonios de los familiares de los capturados niegan la existencia de esa finura. Las mismas fuentes policiales son incapaces de identificar la pertenencia a una determinada pandilla de más de la mitad de los capturados. Las redadas son tan antojadizas que ninguno de los municipios con más detenidos se encuentra entre los más violentos de 2020 y aquellos con la mayor cantidad de homicidios no figuran entre los que tienen el mayor número de capturas. El colmo de la incuria es que el líder de una pandilla, entregado por Guatemala en abril, ha vuelto a ser capturado, en el mismo sitio, por las autoridades de aquel país.
El colofón de esta serie de hipocresías lo colocó el presidente de la legislatura para quien “hoy sí hay una verdadera libertad en el país”, ya que, “por primera vez, la gente está sintiendo la libertad y la paz que tanto ha venido demandando desde los Gobiernos anteriores”. La conclusión lógica es, entonces, que existen dos países completamente diferentes: el nuevo, que acapara toda la atención del régimen, y el de siempre, que no amerita ninguna. El primero es el de los polos turísticos costeros con pretensiones de mundo rico, ruedas incluidas. El otro se inunda, se hunde o se derrumba, acumula desechos contaminantes, sus escuelas se desmoronan y las esperas de quienes buscan salud son interminables. El primero acapara la poca inversión disponible, el otro se queda sin nada.
Los habitantes del país de los Bukele gozan de libertad, de tranquilidad y de posibilidades para medrar impunemente. Los habitantes del otro país son delincuentes terroristas, sin oficio ni beneficio y, por definición, peligrosos. Los primeros no solo son buenos, sino totalmente buenos. Todos son honrados, virtuosos, creíbles y competentes, porque todos ellos se encuentran bajo la sombra protectora de los Bukele. Los otros no son solo malos, sino completamente malos. Hagan lo que hagan, siempre son malos. Por eso, están hacinados en las cárceles y sus familiares son maltratados, humillados y desinformados por las llamadas “fuerzas del orden”. La información y la investigación son totalmente innecesarias, porque los seguidores de Bukele son buenos. Argumentar y probar la maldad de los malos está excusado, basta con capturar y, si se ofrece, matar. Criticar el ordenamiento social de los buenos es traición, equivale a consentir la maldad, la perversión y el crimen.
El presidente de Chile planteó una pregunta aún sin respuesta. No conoce personalmente a Bukele, “porque [este] no participa en las cumbres”. Sin embargo, su ausencia “genera también una sospecha. ¿Por qué no enfrentarse al escrutinio de sus pares?”. Muy probablemente, esta pregunta no tendrá respuesta. Bukele encuentra un refugio mucho más confortable en las encuesta de popularidad. Una confrontación con sus colegas latinoamericanos resultaría insoportable.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.