Como se sabe, “tradición” significa lo que se da o entrega de una generación a otra. Por supuesto, se entrega aquello que se considera valioso para ponerlo a producir, según las circunstancias de tiempo, lugares y personas. En lo que respecta a la tradición educativa ignaciana, lo que se recibe no es simplemente un método didáctico, sino una pedagogía que lleva a un modo de saber y de proceder, a un modo de enseñar y aprender. Pues bien, hace unos días se realizó el Congreso Internacional de Delegados de Educación de la Compañía de Jesús. El evento, realizado en Río de Janeiro, Brasil, reunió a delegados provinciales de educación y a las redes regionales que apoyan el trabajo educativo secundario y presecundario, entre otros. Uno de los principales objetivos del encuentro fue reflexionar sobre las fronteras educativas actuales dentro del camino de la renovación educativa.
En esa línea, cabe destacar el discurso pronunciado ante el Congreso por el padre general de los jesuitas, Arturo Sosa, titulado “Una pedagogía al servicio de la formación de un ser humano reconciliado con sus semejantes, con la creación y con Dios”. Tres aspectos recalcamos de su mensaje: entiende la tradición educativa ignaciana como una memoria inspiradora, no como un peso paralizante; llama a cultivar la educación que abre a la comprensión del mundo en el que se vive; y urge a enfrentar los desafíos que presenta la educación que mira al futuro.
En primer lugar, al hablar de los momentos fundacionales y de renovación, el Padre General recordó que, en su origen, la Compañía creó un modelo educativo enraizado en la tradición humanista del Renacimiento, convencida de que al educar el carácter de las personas en función del bien común realizaba una importante tarea apostólica. Luego, explicó que con el Concilio Vaticano II y la formulación de la misión de la Compañía hecha en las Congregaciones Generales 31 y 32, los colegios jesuitas se renovaron profundamente. Aquella tradición humanística fue actualizada proféticamente por el P. Arrupe y el P. Kolvenbach, al plantear que el propósito de la educación jesuita debía ser “formar hombres y mujeres para los demás y con los demás”.
Posteriormente, la Compañía desarrolló este propósito educativo en el llamado Documento de las 4C: se busca la excelencia humana de los estudiantes formando hombres y mujeres conscientes, competentes, compasivos y comprometidos. Así, la excelencia académica, dimensión fundamental en un colegio de la Compañía, se sitúa en el contexto de una formación para la excelencia humana integral. El padre Sosa es enfático al afirmar que esta excelencia humana integral es la que da sentido último a la excelencia académica.
En segundo lugar, al referirse a la labor del educador y, en particular, a las instituciones educativas de la Compañía, el Padre General afirma que se ha de ayudar a las jóvenes generaciones a situarse ante el mundo y ante Dios, para que puedan proyectar su desarrollo personal y social a fin de contribuir a la construcción de un mundo mejor. En este sentido, echa una mirada rápida sobre las realidades que necesitan ser comprendidas y transformadas. El listado es muy concreto y dramático: millones de personas que tienen la condición de migrantes y de refugiados, porque escapan de conflictos, desastres naturales o la pobreza; la creciente inequidad producida por el sistema económico mundial, que empobrece y margina; el incremento de la polarización, el conflicto, el fanatismo, la intolerancia, y la disposición a generar actos de terror, violencia y guerra; la crisis ecológica que daña mortalmente la casa común, debido a un sistema de producción y consumo sin límites que pone en riesgo la sostenibilidad del planeta para las futuras generaciones; la expansión de un hábitat o cultura digital que ha hecho posible la expansión de la información y de la solidaridad, pero también ha generado hondas divisiones con la viral expansión del odio y de las noticias falsas; el debilitamiento de la política como búsqueda del bien común, que ha hecho posible que líderes populistas lleguen al poder explotando el miedo y la rabia de los pueblos.
Finalmente, frente a estas realidades y pensando en una educación que mira el futuro, el Padre General menciona algunos desafíos que desearía enfrentaran los educadores y las instituciones educativas de la Compañía. En este sentido, exhorta a que los centros educativos jesuitas sean espacios de investigación pedagógica y verdaderos laboratorios de innovación didáctica de los que surjan nuevos métodos o modelos formativos. Esto implica explorar y aprender de lo que otros hacen, y de lo que la ciencia pedagógica plantea para un mundo caracterizado por la cultura digital. Asimismo, refirió que hay que continuar avanzando en una educación para la justicia que tenga presente tres aspectos: la importancia de acercarse a los más pobres y marginados; la formación de una consciencia crítica e inteligente ante procesos sociales inequitativos; y una actitud constructiva y dialogante que permita encontrar soluciones.
Por otra parte, pide que las instituciones ofrezcan a sus estudiantes una formación acorde con la dimensión ecológica de la reconciliación; desarrollen una cultura de salvaguarda de los menores de edad y de personas vulnerables; proporcionen una formación religiosa que abra a la dimensión trascendental de la vida, capaz de transformar a personas y pueblos; y que contribuyan a la construcción de una “ciudadanía global”, en la que se enlazan derechos y deberes, más allá de la propia cultura, los nacionalismos y los fanatismos políticos o religiosos, que impiden el reconocimiento de la radical fraternidad.
Como vemos, los desafíos son grandes, y para el Padre General la colaboración con otros es el único camino con el que la Compañía de Jesús puede asumirlos responsablemente.