A partir de finales de septiembre del año pasado, la Iglesia decidió dedicar todo un año, hasta el 30 de septiembre de 2024, a Mons. Rivera; se cumplieron en septiembre del año pasado los cien años de su nacimiento. Recientemente, la Conferencia Episcopal celebró una misa en el marco del centenario, en el lugar de su nacimiento, San Esteban Catarina. Hombre de recia espiritualidad y fuerte personalidad, este arzobispo marcó por largos años la vida de la Iglesia salvadoreña: acompañó primero a Mons. Chávez como obispo auxiliar durante 16 años, apoyó a Mons. Romero durante los tres años en que este fue arzobispo y dirigió posteriormente la arquidiócesis durante 14 años. Habiendo participado en prácticamente todo el Concilio Vaticano II, tuvo un rol muy activo en la reunión episcopal de Medellín y, conociendo bien los documentos de Puebla, acompañó eficazmente a la Iglesia salvadoreña en su puesta al día con la reflexión y pensamiento eclesial.
Recordarlo en este centenario de su natalicio es un deber. Don Quijote decía en una de sus múltiples frases sabias que “bien puede ser que un caballero sea desamorado, pero no puede ser […] que sea desagradecido”. Y efectivamente, a Mons. Rivera le debe mucho no solo la Iglesia, sino también El Salvador. Seríamos desagradecidos si no lo recordáramos como merece. Los que estuvimos en la misa del 24 de marzo de 1990 en la catedral de San Salvador recordaremos siempre la emoción que produjo el anuncio de Mons. Rivera de que iniciaba el proceso diocesano de canonización de Mons. Romero. No había muchos obispos concelebrando ese día ni tampoco había mucho entusiasmo en el tema en algunos sectores de la Iglesia jerárquica universal. Pero Mons. Rivera no trataba de hacer carrera eclesiástica ni satisfacer a cardenales conservadores, sino de ser fiel a su recta conciencia de pastor y creyente. Su labor constante en la defensa de los derechos humanos y en la construcción de la paz a través del diálogo y la negociación tuvo una extraordinaria incidencia en la derrota de los sentimientos belicistas de las partes en conflicto y en la pacificación del país. Acusado de parcial y amenazado de muerte, supo mantener su independencia y resistir en las opciones evangélicas de justicia y paz.
En la actualidad, cuando seguimos necesitando una amplia defensa de los derechos humanos y el impulso de un desarrollo equitativo que garantice la paz y la amistad social, el recuerdo de personas como Mons. Rivera, tan claro en la defensa de los pobres y de la justicia social, nos estimula siempre a enfrentar con claridad y sinceridad los problemas del presente. Frente a la cultura de la imagen y la manipulación de los mensajes en las redes, resultan más que necesarias la calma y la capacidad de deconstruir, incluso con cierta ironía, las escenificaciones de cuentos de hadas de las que tanto gusta la política. La habilidad de rodearse de personas como Mons. Urioste, el P. Fabián Amaya y María Julia Hernández, por citar solo a fallecidos, se unía a la habilidad de trabajar con todos, crear sinergias, aprovechar lo bueno donde quiera que estuviera. En las complejas situaciones actuales, en las que la propaganda y la manipulación de la redes sociales tergiversan valores y crean confusión, se necesita valentía, equilibrio y discernimiento. Y Mons. Rivera nos dio ejemplo de ello en un momento en el que la guerra nublaba la racionalidad y los sentimientos de humanidad. Recordarle no solo es muestra de agradecimiento por tanto bien hecho a lo largo de su vida, sino también una necesidad para orientarnos en el presente.