Así como la muerte de Jesús está en íntima relación con su vida, su anuncio y sus prácticas, la Resurrección también está íntimamente conectada con la vida, con la muerte (en la cruz) y con el anuncio de Jesús sobre el reinado de Dios. Como dice Leonardo Boff, "no se puede narrar la muerte y la Resurrección de Jesús prescindiendo de su vida. Una cosa es consecuencia de la otra y ambas forman el camino concreto e histórico de Jesús".
Esta unidad entre vida-muerte y Resurrección de Jesús está presente en el kerigma primitivo: "A quien ustedes asesinaron, Dios resucitó" (Hch 2, 23s). Este vínculo se mantiene en el Nuevo Testamento y se ha articulado teológicamente con la expresión "el Resucitado es el Crucificado". Veamos qué significó y cómo fue anunciada esta Buena Nueva de la Resurrección para la comunidad primitiva.
La Resurrección rehabilitó a Jesús ante el mundo. La muerte en la cruz había hecho de Cristo, a los ojos del mundo, un ser abandonado por Dios (Gal 3, 13). Pero por la Resurrección, vuelven a creer en él no como Mesías libertador-nacionalista, sino como Hijo del Hombre (Rm 1, 4). Y con todo valor se atreven a proclamar ante los judíos: "Ustedes lo entregaron a la muerte (...) Pero Dios le ha resucitado de entre los muertos" (Hch 3, 15; 4, 10; 5, 30). Esa fe llegará a articularse cada vez con mayor profundidad, hasta descifrar el misterio de Jesús como el propio Dios que visitó a los seres humanos en carne mortal.
La Resurrección reveló que la muerte de Jesús fue por nuestros pecados. La Resurrección vino fundamentalmente a revelar que Cristo no era ningún malhechor, ni había sido abandonado por Dios, ni fue un falso profeta y mesías. Mediante la Resurrección, Dios lo rehabilitó ante los hombres. La maldad, el legalismo y el odio de los seres humanos le habían arrastrado hasta la cruz, aun cuando lo hicieran en nombre de la ley sagrada y del orden establecido. Pero Dios no aprobó lo que se hizo con Jesús y lo resucitó dándole todo el poder (Hch 13, 15). Dicho en palabras del teólogo José Ignacio González Faus, "la Resurrección es el «sí» que da Dios a la pretensión de Jesús, desautorizando el «no» de los representantes oficiales".
La muerte y la Resurrección dieron origen a la Iglesia. El reinado de Dios, que en la predicación de Jesús tenía una dimensión cósmica (Dios todo, en todos y en todo), apenas pudo realizarse, debido al rechazo de las autoridades judías, en una única persona: Jesús de Nazaret. Pero se dejó abierto el camino para la posibilidad de existencia de una Iglesia con la misma misión y el mismo mensaje de Cristo: anunciar e ir realizando paulatinamente el reinado de Dios en medio de los seres humanos. La misión surgió del convencimiento de que el Resucitado es el Señor de todas las cosas. Esta Buena Nueva se presenta como el anuncio del perdón de los pecados, el llamado a la conversión, la posibilidad de reconciliación, la certeza de liberación de las fuerzas y potestades del mal, la seguridad de absoluta apertura y acceso a Dios Padre. El anuncio de la Buena Nueva de la Resurrección no es la transmisión de una doctrina, ni la imposición de una moral, sino el convencimiento de que algo nuevo y decisivo se ha producido. Para los primeros cristianos, creer en la Resurrección significaba volver a Jerusalén, reunir a la comunidad y compartir las experiencias, sin miedo a los judíos ni a los romanos (Lc 24, 33,35). Significaba recibir la fuerza del Espíritu Santo, abrir las puertas, anunciar la Buena Noticia a la multitud (Hch 2, 4) y tener la valentía de decir: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres".
¿Y qué puede significar para nosotros creer que el Crucificado ha resucitado? Una respuesta actual y existencial la da el teólogo José Antonio Pagola en uno de sus escritos. Para él, puede significar creer que ahora Cristo está vivo, lleno de fuerza y creatividad, impulsando la vida hacia su último destino; es creer que Jesús se hace presente en medio de los creyentes cuando estos siembran semillas de esperanza en el mundo; es dejarnos interpelar por su palabra viva recogida en los Evangelios; es vivir la experiencia personal de que Jesús tiene fuerza para cambiar nuestras vidas, resucitar lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando de lo que mata nuestra libertad; es saber descubrirlo vivo en el último y más pequeño de los hermanos, llamándonos a la compasión y la solidaridad; es creer —en definitiva— que ni el sufrimiento, ni la injusticia, ni el pecado, ni la muerte tienen la última palabra. Solo el Resucitado es Señor de la vida y de la muerte.
Y el papa Benedicto XVI, en su mensaje Urbi et orbi para la Pascua 2012, expresó que si Jesús ha resucitado, "ha ocurrido algo realmente nuevo que cambia la condición del hombre y del mundo (...) porque el Resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo". Cristo —enfatiza el papa— es esperanza y consuelo de modo particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe, por discriminaciones y persecuciones; y está presente como fuerza de esperanza a través de la Iglesia, cercano a cada situación humana de sufrimiento e injusticia.
Desde el Crucificado que ha resucitado, pues, podemos afirmar la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza. Y podemos confirmar que vivir haciendo el bien, es decir, vivir como resucitados, es el reto que se nos plantea a todos y todas en el tiempo pascual. ¡Felices Pascuas!