La detención de un tuitero acusado del delito de desacato ha ocasionado un debate relativamente amplio sobre la libertad de expresión y sobre la manipulación estatal de la justicia. Pero prácticamente nadie ha cuestionado la conveniencia o inconveniencia de que ese delito esté presente en nuestro Código Penal, ni tampoco la redacción concreta del artículo que lo aborda, sumamente vaga y, por tanto, susceptible de manipulación. Y es que, en efecto, ese delito, a nivel internacional, está seriamente cuestionado. Para empezar, en muchos códigos penales de países con democracias avanzadas, el delito, tal y como se configura en nuestro código, ya no existe. Dentro del avance democrático se ha ido eliminando de la legislación todo tipo de norma que en la práctica constituya un privilegio de la autoridad y niegue la igualdad ante la ley de todo ciudadano. Y el artículo 339 del Código Penal establece ciertamente una situación de desigualdad entre la ciudadanía y quienes detentan como funcionarios algún tipo de autoridad estatal.
En principio, nadie debería dudar de que es más grave que un diputado o un juez insulte a un ciudadano, que el ciudadano los insulte a ellos. El funcionario es un servidor público y, en ese sentido, si insulta a alguien, añade a la ofensa del insulto la irresponsabilidad de no comportarse respetuosamente, algo indispensable para quien está al servicio de los demás en un cargo público. Sin embargo, el delito de desacato en El Salvador no tiene contrapartida en las ofensas de palabra que, por ejemplo, un diputado pueda inferir a un simple ciudadano o ciudadana. La desigualdad ante la ley es patente. Si hay que castigar ofensas de palabra o faltas al decoro ajeno, la ley debería ser igual para todos y no establecer una clara desigualdad entre servidores públicos y aquellos que deberían ser servidos por los funcionarios.
Si algo podemos decir del delito de desacato es que procede de una concepción sacral de la autoridad y que olvida el principio básico de que el poder viene del pueblo y está en el pueblo. En otras palabras, tenemos en nuestro Código Penal una herencia obsoleta de épocas antidemocráticas. Si los diputados tuvieran un poco más de conciencia democrática, hace ya tiempo hubieran eliminado el artículo 339. Y si los jueces no fueran tan leguleyos, ya hubieran aplicado el control difuso de la Constitución al observar la contradicción de este artículo del Código Penal con el artículo tercero de la Carta Magna. Además, el numeral 339 del Código Penal se presta a interpretaciones caprichosas desde el poder. Este artículo penaliza ofensas de palabra contra el “honor o decoro” de los funcionarios públicos ¿Qué significa o qué entendemos por decoro? Una “mala palabra”, como solemos llamar a frases exclamativas generalmente insultantes o de mal gusto, ¿implica una falta contra el decoro? ¿Y qué entendemos por honor? El diccionario define “honor” como la “cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo”. ¿Puede el Estado penalizar cualidades morales del ciudadano cuando con frecuencia incumple con sus deberes respecto al prójimo?
El artículo que comentamos no fue puesto en el Código Penal por el partido Nuevas Ideas. Cuando los diputados de dicho partido tienden a considerarse el “no va más” del espíritu democrático de la nación, bien harían en revisar ese artículo y dar pasos hacia la democracia no solo suprimiéndolo, sino avanzando hacia la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. El honor no es patrimonio de los altos funcionarios, sino de todos por igual. A poca cultura que tengan, los diputados debería recordar lo que decía Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea: “Al Rey la hacienda y la vida se han de dar. Pero el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios”. El honor es el mismo para toda persona, simplemente por el hecho de ser humano.