El derecho y el deber de votar

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Rodolfo Cardenal
24/02/2021

En temporada electoral se recita como mantra que el voto es un derecho y un deber de la ciudadanía. Ese derecho exige no solo garantizar al electorado el acceso a las urnas, sino también un acceso libre, esto es, sin coacción. Por eso, la ley prohíbe al funcionario inaugurar obras en vísperas de la elección. La legislación electoral prescribe los límites que no se deben traspasar para garantizar la libertad del sufragio. La formalidad es respetada. Ninguna de las elecciones posteriores a 1992 ha sido cuestionada. Sin embargo, los contendientes no suelen observar esos límites. Las transgresiones son múltiples, aunque pequeñas, pero con efecto acumulativo. Ante ellas, la autoridad electoral permanece impasible, por connivencia con las candidaturas, por incompetencia o por falta de voluntad política. No es democráticamente sano que las funciones administrativas y las jurisdiccionales sean ejercidas por una misma instancia, ni que esta sea gestionada por los mismos partidos, que son así jueces y partes. A una instancia de esa naturaleza no se le puede pedir imparcialidad, eficacia y valor. Este es un punto que la comisión revisora de la Constitución debiera considerar.

La desmedida invasión del espacio público, la destrucción de la publicidad del adversario y la agresión verbal y física violentan el derecho ciudadano al voto. El atentado de que fueron víctimas los militantes del FMLN, con connivencia de la Policía, además de violentar derechos fundamentales, es contrario al derecho al voto. La agresión no tiene justificación, aun cuando los agresores hayan sido militantes del partido oficial. Mucho menos pretender pasarla de contrabando como “intolerancia circunstancial”, tal como hace Casa Presidencial. El actual proceso electoral se caracteriza por hechos que recuerdan las elecciones del régimen de los coroneles y la oligarquía y su partido, el antiguo PCN. La conservación a toda costa del orden oligárquico y militar los llevó al fraude masivo y a la violencia electoral, una de las motivaciones de la guerra civil.

El día de la votación es práctica establecida que los militantes de los partidos inunden los centros de votación para supuestamente “ayudar” al elector. Pero su sola presencia, masiva y ostensible, es intimidatoria. En los alrededores de los centros de votación, la presión de los partidos es aún más agobiante. El partido presidencial se las ha agenciado para acreditar a centenares de empleados públicos como periodistas, que se sumarían a los representantes oficiales de dicho partido. Aunque estas prácticas están legitimadas por la costumbre, transgreden la intención del legislador y constituyen una falta de respeto al ciudadano elector.

Si el derecho al voto es violentado de estas y otras maneras, no se puede exigir a la ciudadanía el cumplimiento del deber de votar. En cualquier caso, esta puede abstenerse legítimamente, lo cual, de hecho, relativiza el alcance del deber. La invocación del deber es también formal y rutinaria, aunque interesa un caudal de votos significativo para preservar la legitimidad de los electos. En tiempos de los coroneles y la oligarquía, ese deber se cumplía con apremio, porque el régimen discriminaba a quien no votaba. La ciudadanía es exhortada a acudir a las urnas para actualizar un rito democrático. Sin embargo, tanto el rito como la democracia están vacíos. El simple ejercicio del voto no se traduce en una práctica democrática real.

La mayoría de los candidatos a diputados han hecho ofrecimientos atractivos, pero genéricos y siempre a título individual. Ninguno ha comprometido a su partido. Por tanto, lo ofrecido no es más que un deseo sin fundamento. Una vez en posesión del cargo, no hay forma de que rindan cuentas de su actividad, sea legislativa o municipal. Ni ellos se sienten obligados a darlas, porque su representatividad es deliberadamente vaga. En este sentido, los candidatos del partido presidencial, sin pretenderlo, son más honestos, ya que solo ofrecen al presidente Bukele. Solo harán lo que este les ordene. Él los escogió y a él se deben en cuerpo y alma. No se puede invitar a cumplir el deber de votar cuando no es claro qué se elige ni para qué se elige; y si se elige mal, no hay posibilidad para reclamar. En la práctica, la eficacia del voto es muy relativa. Los representantes electos no representan a nadie, excepto a sí mismos y a quienes los promovieron y los financian.

Otra mantra de la temporada enuncia que el día de la votación es una “fiesta cívica”. Pero los centros de votación y sus alrededores suelen estar abarrotados por militantes de los partidos, expectantes y no pocas veces exaltados. Llamar “fiesta cívica” al ejercicio del sufragio es un eufemismo para movilizar a la ciudadanía a que legitime una elección formalmente democrática. En muchos lugares, la elección no interrumpe la vida cotidiana, incluso se juegan ligas de futbol. Al final del día, los únicos que hacen fiesta son los ganadores, sus partidos y sus seguidores. La ciudadanía permanece fuera. La fiesta está reservada para los elegidos, sus familiares, sus amistades y sus paniaguados.

 

* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

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